Érase una tarde fría y azulada, el sol caía en su esplendor, dando inicio al crepúsculo. Me encontraba sentada en mi jardín, en aquel viejo banco marrón, dueño de tantos recuerdos y memorias; aquella desgastada butaca que me invitaba a disfrutar del celestial espectáculo.
- ¿Qué le aflige, querida? – preguntó, sencillamente.
- Usted sabe… la ausencia – contesté – Este jardín solía estar rodeado de vida, y hoy se encuentra sin más que una mísera alma, la mía.
El silencio inundó el jardín, la melancolía impregnó el aire y el viejo banco, con su serena quietud y sabiduría adquirida a lo largo de años, parecía estar buscando una respuesta apropiada a mi desolación.
- La vida cada día pasa más rápido, y temo que se me haga tarde – continué – me estaré volviendo una vieja abandonada y mi cuerpo se pudrirá de a poco sin siquiera darme cuenta. Sí, el paso del tiempo es algo inevitable… este jardín no siempre podrá ser habitado, y lo único eterno son y serán mis recuerdos, de aquellos días llenos de felicidad y amor.
La noche avanzaba, devorando los últimos destellos de luz que quedaban. El frío aire se colaba entre mi piel y de mis frígidos labios surgía el cálido vapor.
- Lo único eterno son y serán sus recuerdos… - susurró el banco – los únicos testigos silenciosos de nuestro efímero paso por esta tierra, nuestros eternos compañeros, aquellos que guardan cada lágrima, cada risa y cada suspiro que hemos compartido. Usted puede vivir con la certeza de que, aunque el tiempo pudiese borrarlo todo, sus recuerdos quedarán siempre impregnados en los largos senderos de la memoria. Encuentre fuerza en ellos y permítase vivir con gratitud los días que están por venir, aprecie cada instante de ellos. Aunque el jardín puede parecer solitario en estos momentos, su corazón siempre guardará su esencia. – finalizó.
Me quedé inmóvil, admirando la nada y reflexionando sobre el momento. Sin más que pensar, me levanté y le agradecí al viejo banco por su tiempo, junté mis cosas y tomé camino hacía el portón de hierro oxidado. Di un último vistazo al edén de las flores marchitas, a su césped lleno de malezas y las ramas secas distribuidas por doquier. Una pesadez inundó mi cuerpo y supe que ya debía irme; irme para no volver nunca más.
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