Vámonos.
May 21, 2024
Estela tironeaba de la puerta que parecía herméticamente cerrada, que parecía que el mismo Dios la había cerrado con la excusa de vengarse de nosotros por ser simples humanos. Me miró asustada. Debo reconocer que Estela no era de asus- tarse, menos con cosas como éstas; me dio la impresión de que sabía lo que iba a pasar, sabía que esa puerta no se abriría con nada que tengamos a nuestro alcance, ni siquiera con la llave rota que yacía en el piso, en un costado, muerta. Estela balbuceaba algo que no me animé a preguntar. Tenía todo el pelo sobre la cara; y cuando digo todo es todo. Parecía que un viento la había agarrado de atrás y le había tirado absoluta- mente todo el pelo por sobre la cara, a tal punto que solo reco- nocí el frente de Estela por el movimiento del pelo con su res- piración; respiración agitada, cosa que en Estela también era raro. Ella no es así, no. Suele ser quien me calma a mí cuando por las noches me quedo sin cigarrillos; o cuando me caliento con el calefón que no hace más que tirar agua fría. Pero Estela ahora era otra mujer. Seguía tironeando de la puerta con la es- peranza que se abriera y dejara pasar aire puro, porque el aire estaba un poco viciado; un poco mucho. Y yo me daba cuenta porque los pequeños vidrios que están altos y amurados a la pared se encontraban transpirados. Estela tenía miedo y no lo quería reconocer. Yo por mi parte estaba tranquilo, intenté prender un cigarrillo pero Estela me miró como si un demo- nio hubiese entrado en la pequeña habitación, “ni se te ocurra,
¿me oís?”. Ni se me ocurrió; no quería despertar más ira o más miedo en esa mujer que no hacía más que tironear de un pica- porte que no cedía, que no iba a ceder y que no quería ceder.
Pensé en un momento en agarrar la puerta a patadas pero las pocas fuerzas que me quedaban las quería guardar para poder respirar el tiempo que nos quedaba, porque yo lo sabía o al menos lo puse como una de las más grandes posibilidades: el tiempo se iba a agotar y con él nuestro aire. Estela no. Estela estaba al borde de un ataque de esos que te agarran cuando no podés manejar las cosas y sentís que el pecho se cierra. Yo la miraba atento a que no se me desmayara, a que dejara todo de lado para pasar a ser nada. De todo a nada.
El tiempo (como bien dije yo) se iba agotando y Estela ha- bía comenzado una lucha cuerpo a cuerpo contra su desespe- ración; yo la miraba como quien mira algo de cristal que está a punto de caer y romperse. Esperaba sentado sobre la pareci- ta de la ducha (con agua fría) el inminente rompimiento de Estela que hablaba en voz alta consigo misma; insultándose una y otra vez por haber dejado la cocina prendida y la pava para el mate sobre el fuego. Yo no sé qué era lo que más la a- sustaba, que nos quedemos sin aire o que se prendiera fuego todo, incluidos nosotros, que esperábamos detrás de la puerta cerrada herméticamente, y donde ella la golpeaba como pi- diendo ayuda a alguien que estuviera dando vueltas por lo que quedaba de la casa; que acá entre nosotros no iba a pasar, ya que la casa fue abandonada por sus habitantes hace tantos a- ños que estoy seguro que la puerta se selló de tal manera por- que la tierra y la humedad de esta ciudad oxidó toda la cerra- dura, con la ayuda del airecito que venía de la ventana de la cocina. Estela estaba a punto de explotar, podía verlos en sus manos que se hinchaban con cada golpe que le daba al marco de la puerta y que hacía temblar las paredes; tanto que en un momento creí que toda la pared íntegra iba a caer, y que solo la puerta quedaría en pie, porque nosotros culminaríamos esta
pequeña aventura bajo los escombros y bajo capas de tierra, pasando a ser parte del todo del desastre.
Saqué un cigarrillo con la esperanza de que Estela no nota- ra el humo debido a su ira, a su desesperación de encierro o a su pelo que a esta altura parecía haber crecido, metros y me- tros; la vi como un animal desesperado y encerrado. Y con és- ta visión comenzó mi miedo, que estaba oculto y controlado. Un miedo frío de esos que te da cuando te sale un perro de la nada y te muestra los dientes, enojado y asustado; ese tipo de miedo frío fue el que yo no quería que salga, porque si yo deja- ba salir mi miedo y a eso sumado al de Estela todo en conjun- to iba a caer, como en mi visión de la pared cediendo. No po- día permitirlo. El cigarrillo comenzaba a humedecerse de estar apagado en la boca. Estela comenzó a gritar como un animal... o tal vez solo yo la escuchaba y la imaginaba gritar, gruñir en un nivel tan alto que creía que se iba a ahogar. Y dentro de to- do mi miedo sentí que deseaba que se ahogara, que dejara de gritar y de gruñir. Que se desmayara de una vez y terminara con su sufrimiento y de paso con el mío. Pero pensaba con mi poco oxígeno, ¿cómo voy a querer que Estela, mi Estela cayera en el sueño eterno? ¿O acaso el encierro provocó que Estela dejara de ser Estela para pasar a ser el animal primitivo que todos llevamos dentro? A ésta altura el mío ya estaba sen- tado a mi lado, queriendo saltarle al cuello a Estela para termi- nar con su sufrimiento de animal encerrado. De bestia ances- tral queriendo romper una puerta sellada. De espectro de libro queriendo apagar el fuego que comenzaba a derretir las mani- jitas de la cocina.
Mi miedo lo permitió. Dejó que yo me congelara como en pleno invierno de película. Me dejó como si un taxidermista hubiese terminado su obra más increíble. Así me vi cuando
dejé el cuerpo y calculé toda la situación desde el techo. Aga-rradodelostirantesybuscandounpocodeoxígenoqueja-más iba a encontrar. Estela ahora gritaba con menos ganas;me sentí culpable de ser quien deseó su muerte, quien anhelósu descanso eterno, quien por puro miedoso se alejó de su cuerpo para buscaroxígeno. Asíqueloquepenséhacerfuebajar y abrazarla un poco, como para que se sienta contenidaenloquesindudasseríaloúltimodeloúltimo;abrazarlaydecirle al oído alguna palabra de aliento. Dejar atrás el miedoylapetrificaciónparadecirleamiEstelaquedejaraelpicapor-te y se sentara conmigo en la parecita de la ducha, con el aguafría cayendo como en la fuente del parque donde nos gustabapasarlatardetomandomatesyhablandodelascosasquelefaltabanalacasa.Meterminédeconvencerconmipequeñodiscurso y comencé a bajar cuando en ese momento sentí queEstela me tomaba del brazo mientras me decía: “dejala dormirJorge, está muy cansada la pobre como para seguir tirando deese picaporte; venívamos”, y yole hicecaso: me fuicon ella
PaF
Escritor platense. Autor de "El relato de lo que se cree que muere." Novelas. Cuentos cortos. Escritos. Bienvenidos a mi mundo. "Actitud, amor y respeto." Pablo Adrian Fantova.
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