Fue entonces que me invadió una angustia desmedida. Tan solo poner un pie en la calle y el nudo en la garganta se hizo presente otra vez. No entendí de dónde venía, ni qué quería, porque no asomaba con lágrimas. Sólo anticipaba la sensación de vacío más grande que jamás haya sentido, como si mi cuerpo hubiese pasado por un sacabocado humano y una gran circunferencia de nada ahora resaltara en mi pecho. Qué digo en mi pecho, si se comió hasta mi abdomen. Doy gracias que le quedó a mis brazos carne de donde agarrarse, para que pudieran cerrar el abrigo alrededor del agujero, taparlo, ocultarlo de los transeúntes. Ya sé que nadie iba a notarlo, cada quien anda con su propio vacío por la vida, más quería asegurarme, no sea que algún desvelado curioso, notara que podía ver a través de mi, y todo lo que había detrás.
Corrí, no entendí si por apuro, si por vergüenza, o si por angustia. Corrí a ocultarme, no sé si del resto o de mí. Temí observarme, como quien se corta un dedo y no quiere ver cuán profunda es la herida. Temí que creciera en mí esa masa de nada.
Sentí el aire frío recorriendo los bordes expuestos, colándose por abajo de la campera, iniciando un remolino sin fin entre la tela, y luego en la nuca. Quise, en un atisbo de razonamiento, respirar hondo buscando la calma, pero la bocanada se esfumó luego de atravesar mi garganta, pues mis pulmones ya no estaban.
Me desmantelé el cerebro pensando qué suceso me había gatillado semejante balón de plomo de frente, sorpresivo, para dejarme en ese estado lamentable en la vía pública. Qué palabra, qué acto, qué gesto, había generado en mí un vacío de ese calibre, que me retenía las lágrimas y me sumía en la desesperación, en el deseo loco de que se terminara.
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