Héctor miraba las gotas de grasa que rodaban sobre el trozo de carne y después caían en picada sobre las maderas arruinadas de la mesa. El pedazo de vacío fue a parar sobre el plato de Fabián, y Héctor se quedó viendo lo pequeño que cortó la carne antes de llevársela a la boca. Se la tragó casi sin masticar, y en su cara se vió el descubrimiento de la ternura del manjar que le acababan de servir.
Héctor se desabrochó otro botón de la camisa. El calor había subido de golpe, un poco por la propia naturaleza del mediodía y otro poco por el vino, que ya se tomaba con soltura en todas las esquinas de la mesa. Héctor cortó más bocados del matambre, trozos pequeños, como para un niño, porque aquel corte asqueaba de duro. Mientras mascaba pensaba en que debía gastarse una estupidez gigantísima de plata en el odontólogo, y en que esperaba con ansias que le llegue por fin el vacío.
—¡Fua! —exclamó Fabián— ¡No saben lo que me pasó el otro día! —habló mientras se chupaba los dedos, porque estaba comiéndose el vacío con la mano. Héctor vio los dedos brillantes que sostenían el pedazo de carne deshuesada, una tira de vacío que salpicaba chispas de grasa.
—¿Por qué comés eso con la mano si no tiene hueso, Fabi? —le preguntó Gabriel mientras abría otra botella de vino.
—Porque se me canta, no hace falta cubierto con este cacho de vacío. Es una manteca. Bueno, les decía: no saben lo que me pasó. Caminaba por Santa Fé a paso tranquilo porque iba paseando, buscando un café cualquiera, a lo que se me cruza un pibe, chico, debía tener unos 28 o 30 años, más no. Me frena y me dice "Maestro, ¿tiene 5 minutos?", y yo que medio dudé. No tenía ganas de que me rompan las pelotas, pero estaba tranquilo, y el pibe tenía una pinta de fiolo, una cara de atorrante que me dio intriga, ¿viste? Entonces le digo que si, que qué necesitaba, y me empieza a explicar. Me acuerdo clarito porque le presté bastante atención. Me dijo "¿Vio allá aquel edificio? Bueno, ¿podría entrar y entregar este papel en recepción? Le van a dar un sobre con 3 entradas", "¿Y por qué no vas vos?", le dije, y me contestó que eran solo 3 entradas por persona, y que él ya había sacado. "¿Y yo qué gano?", le digo, y me dice que él solo necesitaba dos, y que me puedo quedar la que sobraba para revenderla, usarla o hacer lo que quisiera. "¿Y esta entrada vale algo?", le pregunto, ¿viste?, "No me voy a arriesgar al pedo, nene", y me dice, escuchen eh, me dice que eran entradas para Paul McCartney.
Héctor cortó otro pedacito de matambre que volvió a cortar en dos. Siempre lo escuchaba a Fabián albergando la esperanza de que no salga a la mesa a versear con sus delirios de tanguero, de lunfardo. Esperaba siempre que por lo menos una vez en la vida no se ponga a jugarla de antihéroe, y en esta reunión el límite había sido nada más y nada menos que el mismísimo Paul McCartney.
Ahora lo escuchaba con medio oído, y miraba de reojo cómo la grasa del vacío que saltaba al gesticular con las manos se mezclaba en el aire soleado con la saliva que escupía mientras contaba que al entrar al edificio lo recibió una secretaria, que consiguió las entradas tan fácil como si las hubiera pagado y que ahora vería a Paul McCartney totalmente gratis por uno de esos giros mágicos que la ciudad siempre tiene para él.
Héctor levantó la vista. Estuvo unos instantes admirando el sol que se filtraba por entre las hojas del pino del patio, que se mecía a merced del viento caliente del verano. Desde allí, desde el otro lado de la mesa, sentía que podía ver en detalle la piel escamosa de las hojas del pino.
Julián le sirvió por fin un humeante pedazo de vacío que no esperó a probar. La carne, tierna como un flan casero, se le desparramó entre las muelas barriendo el áspero recuerdo de la lucha contra el matambre; y fue entonces cuando Fabián se rio, con una carcajada porcina. Sus ráfagas de insolencia le habían arruinado el hermoso momento en que había logrado ignorarlo. Héctor encontró entre las escamas de la hoja del pino una partícula de luz que se le metió entre las dos retinas, haciéndolas chispear como dos piedras que encienden hojas secas que serán fogata.
—¿Por qué no cerrás el orto, Fabián? —dijo Héctor, sin dejar de mirar el pino del centro del patio. El sonido de los cubiertos se oyó brillante entre la pausa que se hizo presente en la mesa.
—¿Qué decís, Héctor? —le contestó Fabián, dejando caer sus manos brillantes sobre la mesa.
—Que porqué no cerrás el orto. Y comete ese pedazo de carne, te lo pido por favor, ya te lo dijo Gabriel. No hay necesidad ni de comerlo con la mano ni mucho menos de moverlo como un cigarro mientras hablás. Estás salpicando todo. No sos un crío ya, hombre...
—Está bien, si —dijo Fabián, amagando a dejar el vacío sobre el plato, pero llevándoselo al fin a la boca para comérselo entero de un solo bocado—. Pero, ¿se puede saber por qué me callás, otario? —preguntó con la boca llena de carne.
—Porque nos estás verseando de nuevo. ¿Qué es esta boludez de que un tipo que te cruzás por la calle te regala una entrada para ver a tu ídolo de toda la vida? ¿Y encima totalmente gratis? ¿Por hacer semejante boludez como la de cruzarse de vereda? Dejémosnos de pavadas. Somos grandes ya, Fabián, mirá la cara de los muchachos. Es obvio que esto es todo chamuyo. Siempre nos traes un verso nuevo a la mesa.
—Ah, ¿ahora yo soy un mentiroso? —se defendió Fabián, tocándose el pecho con el dorso de ambas manos.
—¡Pero claro que sos un mentiroso, hombre! Un men-ti-ro-so de cuar-ta, Fabián. ¿Se acuerdan, muchachos —preguntó Héctor, ahora mirando al resto de los testigoos de la mesa que intentaban comer— se acuerdan cuando este energúmeno nos dijo que se encamó con dos alemanas en Brasil? ¡En un viaje que supuestamente se lo pago otro tipo al que le salvó la vida!
—¡Pero si eso fue verdad, cornudo!
—¿Verdad? ¿Eso? ¿Lo salvaste de una puñalada en un choreo a la madrugada? ¿Justo vos, que te cagabas hasta las patas de pibe con el hermano de Ernesto? ¿Se acuerda alguno? ¡Era una laucha ese animal!
Dos de los muchachos de la mesa se rieron. Fabián los miró de reojo y dijo:
—Y contame, decime vos, Héctor, y contestame con total franqueza, ¿por qué les mentiría? ¿Qué gano yo con mentirles en estas cosas que me va acercando la vida?
—¡No sé! Francamente no sé qué ganás. Refregarnos que tenés calle. Creerte vos mismo que tenés calle, tal vez. Delirios del tango que no viviste, no sé.
—Pero por favor, qué ridiculez. Para nada, palurdo, para nada es verdad lo que decís. Además, ni que fuera la Iliada y la Odisea mi historia. ¿Querés que te diga lo que pienso, Héctor? —preguntó con lentitud, cruzando los brazos y apoyándose con énfasis en el respaldo de la silla que hizo un ruido chirriante— Pienso que tu problema, tu verdadero problema, es que sos un tipo triste.
Héctor terminó de deslizarle el cuchillo al vacío, y se llevó el bocado que casi se había cortado sólo a la boca. Masticó mirando a todos a los ojos. Tomó un trago de vino. Después habló:
—¿Qué ganás con mentirnos, Fabián? —dijo mientras se limpiaba las muelas con la lengua y apoyaba los codos sobre la mesa, acercándo un poco más su rostro al rostro al que se enfrentaba.
—Eso mismo, Héctor, pensá conmigo. ¿Qué gano yo con mentirle a mis muchachos? —preguntó Fabián mirando a todos sus amigos, antes de levantar otro pedazo de vacío con la punta de los dedos llenos de grasa ya fría.
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