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Vaciar las órbitas del alba.

M.

Oct 23, 2025

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Vaciar las órbitas del alba.
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La noche yacía como un sudario de plomo. Entre ramas marchitas, se posó el cuervo: ala de luto, pico de obsidiana. Sus ojos eran carbones encendidos de avidez.

Cuervo:

Albina espectra, tu plumaje me fulmina.

He surcado abismos y cenizas para expoliar tus orbes, y robarme la aurora que en ti palpita.

La lechuza, estatua de alabastro viviente, giró el rostro lentamente. Su mirada era un cenotafio de siglos, fría y solemne.

Lechuza:

Pobre córvido de duelo.

Tus intenciones apestan a deseo y ceniza.

¿No sabes que quien ansía la luz, arde en su propio espectro?

El cuervo agitó las alas, levantando un remolino de hojas marchitas que olían a tumba.

Cuervo:

Prefiero arder que permanecer en esta penumbra inmunda.

Dame tus orbes, sacerdotisa del alba.

Lechuza:

No.

Te ofreceré mi caricia —que es filo—.

Y beberé tu miocardio hasta oírlo callar.

Un silencio pesado cayó entre ellos, como plomo derramado.

El cuervo gritó un último resuello, un eco de su propia perdición:

Cuervo:

Así sea. Que mi sombra sea tu vino.

La lechuza inclinó la cabeza y, con un movimiento que era danza y condena, le arrancó el corazón. Lo sostuvo como un relicario palpitante, mientras su mirada se apagaba en la noche de los siglos.

Lechuza:

Y tu corazón, mi reliquia eterna.

La bruma lo envolvió todo; ramas, hojas y lamentos se confundieron en un oscuro compás. La vigilia continuó, eterna, donde un cuervo había amado la luz y la lechuza había reclamado la eternidad.

M.

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