Hay un latido profundo en mi vientre
que no obedece al tiempo ni a la razón.
Late como herida y como tambor.
Es antiguo. Es mío. Es de todas.
Lo llamaron debilidad, pero es origen.
Una fuerza silenciosa que sangra sin morir,
que tiembla y aún así sostiene el mundo,
mientras nadie lo ve.
Soy cuerpo que sabe, sí.
Pero también soy cuerpo que se harta,
que se rompe y que se defiende.
Mi feminidad no es adorno ni dulzura constante.
No siempre es perfume o risa melodiosa.
A veces es grito,
es no querer cuidar a nadie,
es estar cansada de sostenerlo todo.
Mi útero no es una cuna romántica.
Es un templo, sí,
pero también una trinchera.
Ruinas y renacimientos.
Hogar, sepulcro, abismo.
Cada luna me lo recuerda:
ser mujer es convivir con el dolor sin hacerlo espectáculo.
Es sangrar sin privilegios.
Es desear sin pedir permiso.
No soy solo corazón.
También soy mente que arde,
que cuestiona, que crea.
Soy carne que piensa y alma que desea.
No nací para ser solo musa,
ni espejo donde se miren los demás.
No vine a encajar.
Vine a habitarme entera.
Con todo lo que duele,
con todo lo que arde,
con todo lo que tiembla.
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