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    Urdir la trampa del amor

    Jul 3, 2025

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    Urdir la trampa del amor
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    “He sido acusado de no creer en el amor, de haberme equivocado, de no ser lo que esta cámara pretendía que sea. He sido causa y motivo de la desolación y la soledad más grande del exilio en un mundo híperconectado, y aun así he decidido ceder frente al destrato, frente al simploneo, frente a la urgencia de la ilegitimidad”. Así comenzó su discurso el profesor Arismendi frente al tribunal de los penitentes, quienes lanzaron su corazón al vacío y fraguaron lentamente el destino del letrado. Ya no habría posibilidad de redimirse, ni de objetar conducta suficiente. Ahora, su realidad pertenecía al encierro, a pesar de su evidente libertad de acción y movimiento en el mundo moderno. Empero, ya no había fragmentos que recoger, y su vida y sus deseos y sus sueños comenzaron a correr al tiempo. Fue entonces cuando dejó de tener el control de la sagrada existencia para transformarse en un observador crítico de su experiencia motriz.

    Arismendi era un tipo como cualquier otro: jugaba al fútbol los domingos con su equipo de toda la vida para después emborracharse y comer un jugoso asado entre carcajadas y amistades; se tomaba su café todas las mañanas en el bar notable del centro; los puchos eran sagrados: uno a la mañana, otro al mediodía y un último antes de ir a la cama. Tal vez se vanagloriaba un tanto de más de su incipiente destrato hacia, principalmente, las mujeres, pero como a la mayoría de los hombres les sucede, al profesor Arismendi lo legitimaban otros espacios y otras voces y otros discursos y, en ello, otorgaban sentido a sus sandeces y veleidades. Es así, casi desde una posición macabra, que el académico elucubraba sus antojos y siniestros deseos de poseer o, simplemente, pertenecer a un grupo determinado que le fagocitara el alma pero que le sostuviera el inmaterial ego que el, aparentemente, dócil profesor tenía.

    Arismendi no sabía que los penitentes observaban con paciencia sus actos morbosos y asquerosos. Sin embargo, sin prisa pero sin pausa, desde el fondo del abismo ellos veían cómo el corazón del cristiano tornábase oscuro con el tiempo. Mas lo único que podían rescatar —y que al final rescataron— fue un cascarón delgado y consumido por la culpa.
    Carne que adolecía sobre sus propias pisadas. Martirio que salióse de control frente a la imposibilidad de recrear cada fragmento del letrado en pos de fraguar una nueva persona dentro de sí; sujeto a ese universo, sostenido por ese espacio-tiempo. Por eso, el corazón de Arismendi durmió muchos años en el vacío. Lugar del cual nunca pudo resolver final alternativo.

    “¿En qué reflejás tu vida dentro de este texto bien armado que nos has traído?”, anunció uno de los penitentes con voz profunda y enigmática. A lo que el profesor respondió: “No todo lo que digo tiene que ser un acto performático de convalidación actitudinal. Muchas veces, eso es más complejo de definir por el solo hecho de que existo por fuera de mi tiempo de vida… sinceramente, lejos me queda la reflexión en un mundo que busca verme caer continuamente”. Pero, aunque sus palabras parecían tener un punto concreto, al tribunal de los penitentes no le convenció la idea y la negociación. Había razones para que el acusado fuera declarado culpable y, desde ese tribunal, trasladado al vacío.

    En todos mis años jamás he visto a nadie escapar del vacío: ese lugar espectral y de profundidad insondable que atraviesa todo espacio-tiempo posible; ese lugar que profana voluntades y soslaya sentimientos, ese lugar… en el que caen los poemas de la vida diaria y se transforman en cosas nuevas, en nostalgias perfectas, en fulgores íntimos y sátiras denodadas. Un lugar que no existiría sin la entelequia del propio ser humano.
    En el vacío no hay nada. Ni siquiera tristeza. Sólo yace allí un sinsentido absoluto. Uno que devastaría a cualquier ser humano en cuestión de segundos. Un lugar sin identidad, sin reparo, sin remedio. Un lugar lejos del tiempo, que olvida y fragmenta a los más valientes corazones y deja en evidencia el dolor que pueden sentir hasta las voluntades más intrépidas.

    Allí, Arismendi pudrióse en lento andar y, entre inviernos helados y primaveras de claveles floreados, el sol fue mermando su luz. Y lo que alguna vez fue brillo en su rostro, ahora era eclipsado por un irreverente y bajo ascetismo de lo que habita en la podredumbre del mundo: su rostro desfiguróse en las tinieblas de ojeras densas y pesadas; su cuerpo se llenó de marcas y manchas grises que degradaron su piel, y sus cabellos comenzaron a caer como caen las lágrimas de quien se sustrae de sí; como quien se olvida de sus propias profecías.

    Así, sólo quedó un cigoto húmedo y flácido, consciente de su propia desgracia, al que los penitentes llamaron Agschem, el terror interior. Un ser que habita el vacío en busca del brillo de otros; un ser que se alimenta del dolor ajeno. Un ser que, tras urdir las trampas del amor, no pudo sortear sus propias bajezas y heridas fundamentales. Una masa densa de dolor andante que sólo ha sido concebida por el caos reptante. Una criatura destinada a no sentir temor de morir, pues en su hechura ya contemplaba un hedor y pestilencia: ese, el de quienes de la vida se alejan.

    Se conocieron en el Instituto de Formación Docente N.º 35 de Esteban Echeverría. Él llegaba en bicicleta, ella en un colectivo desde tierras lejanas; ambos se vieron por primera vez en el hall central del edificio que guardaba el vestigio de una grieta temporal donde los años ochenta y noventa parecían repetir sus ecos con luces fluorescentes, pizarras despintadas y un olor a humedad que se adhería a los cuadernos como si la historia misma se hubiese rendido a la decrepitud. Un lugar inquisitivo, silencioso, profundamente salvaje para dos personas con una experiencia de vida soez y perniciosa. Allí, donde otros veían rutina, ellos encontraron una especie de pacto tácito: la existencia duele, pero al menos duele en compañía. Empero, tal vez, ese momento haya sido el primer encuentro de Arismendi con el vacío, un registro que quizá haya sido olvidado… aunque jamás para los penitentes, quienes registraron ese momento desde muy temprano.

    Ramona había nacido en Malligasta, un pequeño pueblo de la municipalidad de Chilecito, en La Rioja, aunque ni los registros escolares ni los documentos del RENAPER parecían recordar la fecha exacta. Fue arrancada de su tierra como quien arranca una planta de raíz seca: de golpe, con urgencia, sin ceremonia. A los trece años llegó a la casa de su tía en Carlos Spegazzini. No por elección, sino por necesidad. Su padre —hombre de mirada corta y manos pesadas— había empezado a odiarla el día que nació mujer. Y su madre, la única frontera entre el orden y la pesadilla, fue muerta una noche de verano, con el estómago abierto y los ojos inmóviles, luego de discutir con él sobre un invento en la mente del tipo. Lo cierto es que Ramona escapó al único lugar donde la esperaba algo parecido al cuidado: los brazos de otra mujer; quien no era su tía de sangre, pero sí de corazón.

    En Spegazzini todo era distinto: el aire olía a aceite quemado, los perros no ladraban sino que gruñían, y la noche se sentía más ancha, más ruidosa, más interminable. Sin embargo, la ciudad guardaba algunos vestigios del pueblo: el silencio repentino, las vecinas hablando en la esquina, la larga ruta que atravesaba el ancho de la ciudad… Sin embargo, en las madrugadas, el tren —un sujeto extraño y poéticamente ruidoso— irrumpía en el espacio abarrotado de su habitación. Esto lograba momentos harto reflexivos sobre la joven muchacha, que se sentía indefensa y sola.

    A los quince años, Ramona conoció a un hombre que se hacía llamar “Gallego”, aunque ni rastro tenía de herencia española. Él tenía casi treinta y parecía tener respuestas para todo: sobre la vida, sobre la poesía, los signos zodiacales; el tiempo, la rutina y la relación entre el rock y las Islas. Pero también sobre eso que algunos conocen como “magia blanca”. Y, con una cierta ternura meticulosa y un lenguaje casi sacerdotal, la introdujo a un mundo adrenalínico y prepotente, como quien le ofrece fórmulas de entender la vida a quien no tiene conciencia. Ramona, que no conocía de límites y estaba herida, aceptó. Lo hizo como se acepta un regalo envenenado: con gratitud y desconfianza, con permiso y miedo.

    Nunca supo cuándo quedó embarazada. Los meses se le hicieron niebla. Algunos días los recordaba por los colores —el azul eléctrico de una campera, el verde oscuro del fondo de una botella—, otros por el peso en la panza o por el silencio ominoso que seguía a cada dosis. Lo único certero fue el pánico. Su tía, con más coraje que herramientas, le consiguió un turno con un supuesto médico que atendía en El Jagüel, en el fondo de una casa con portón oxidado y algunas gallinas sueltas. El hombre decía haber sido ginecólogo en algún hospital del centro de la ciudad de Santa Rosa, pero ya para entonces arrastraba denuncias por rumores de prácticas crueles y una orden de restricción que nadie jamás hizo cumplir. Resulta ser que el tipo mudábase de región en región, de poblado en poblado, escapando de la ley, pero nunca de la mirada inerte y profunda de los penitentes.

    La intervención fue una masacre quirúrgica. Ni analgésicos, ni guantes, ni compasión. Solo una camilla torcida y húmeda, una lámpara de escritorio y el sonido insoportable de una radio AM que reiteraba solo una cosa: el presidente huía en helicóptero desde la Casa Rosada. El país estaba en llamas mientras el universo observaba a la joven riojana, sin saber qué destino obtendría…

    Ramona sangró tres días. Después vino la fiebre, la transpiración helada, los calambres. Su tía pensó que la perdía. Pero Ramona no murió. En ella se apagó otra cosa, algo invisible. Una parte de su inocencia, o quizás su confianza en que el mundo podía ser, alguna vez, un lugar justo.

    Mientras tanto, a kilómetros de allí, Juan Arismendi también construía su silencio. Había nacido en 9 de Abril, un barrio que empezaba a ver su crecimiento pero que aún guardaba con resquemor el estigma de pertenecer a la periferia. Una periferia gris y llena de hierro, tierra, polvareda y asfalto.

    Su madre murió cuando él tenía siete años. Cáncer de piel, dijeron. El tipo de muerte que no duele de una sola vez, sino en cuotas, a lo largo de semanas donde la carne se vuelve papel y los abrazos queman. Su padre, incapaz de lidiar con el duelo, se volvió criatura nocturna: alcohol, puteadas, cinturón.

    A los quince, Juan huyó. Nadie lo buscó. Vivió cuatro años en la calle. Comía lo que encontraba, dormía donde podía, evitaba las plazas (demasiado peligrosas), prefería los techos de los comercios cerrados, las escalinatas de las iglesias. Se bañaba con bidones robados a los laburantes. Nadie sabría decir cómo sobrevivió, ni qué mecanismo interno se activa en los que no tienen a nadie para sobrellevar el frío y ominoso destino de la soledad; mucho menos la expulsión de su lugar de confort mientras guarda en su bolsillo el penoso dolor de una muerte.

    Una noche de invierno, bajo el tanque de la estación de Monte Grande, su madrina lo vio dormido envuelto en una frazada embarrada. Lo reconoció por los ojos: los ojos de su madre. Lo subió a su casa sin preguntas. Era un dos ambientes con humedad en el baño y una biblioteca llena de novelas policiales. Arismendi no dijo nada durante dos semanas. Después pidió un cuaderno y comenzó a escribir. Los penitentes observaban: fríos, impolutos, juiciosos.

    De a poco, volvió al sistema: secundaria nocturna, cursos de apoyo, pan rallado para empanar los días. Luego de mucha reconstrucción, pudo ingresar al Instituto 35. Y allí, entre clases de Didáctica y cafés en vasito plástico, la vio a ella. A Ramona, que tenía ojos color miel y era pequeña, de tez morena y un largo cabello oscuro; rasgos otomanos, una dulzura evidente. Y en lo que dura el sonido de un rayo, se miraron, sí, pero no como se miran los personajes de amor romántico. Se observaron como se miran los sobrevivientes después de una catástrofe. Como dos que, sin saberlo, ya hablaban el mismo idioma, contaban los mismos cuentos, entendían las mismas normas.

    Empero, mucho tiempo después de aquel primer encuentro en el hall del Instituto 35, Ramona volvería a extraviarse en las sombras de su pasado. Otra vez, no por decisión ni por nostalgia, sino porque el mundo es cruel con quienes cargan más de un infierno en la espalda. Fue cuando ya compartían mañanas, cenas y hasta algún silencio breve —de esos que se hacen hogar— que ella desapareció dos días enteros. Arismendi pensó en un pariente enfermo, en algún brote emocional. Pensó en todo menos en el “Gallego”, de quien bien sabía su historia.

    Lo que no sabía es que, desde las sombras, los penitentes ya observaban, guarecidos en el juicio eterno de las profundidades de la angustia.

    Ramona regresó una tarde cualquiera, con la ropa revuelta y los ojos brillosos. Dijo que había ido a ver a una amiga que vivía en Lugano, que no tenía señal. Arismendi no se atrevió a preguntar. Sintió vértigo, pero eligió el silencio. Como hacen los que aman más allá de su orgullo.

    Pocos días después, una noticia sin nombre —una voz en el teléfono de su tía— rasgó el velo de lo que aún no había sido dicho. Ramona estaba muerta. Una sobredosis, dijeron. En una fiesta en los monobloques del Bajo Flores. En un baño sin ventilación, sin espejo, sin papel higiénico.

    El “Gallego” estaba ahí. También hundido en su falopa, perdido, violento. Dicen que la vio convulsionar, que escuchó cómo sus pulmones se cerraban como puertas selladas por dentro. Que la dejó acostada entre vómito seco y azulejos rotos. Que salió y le preguntó a alguien si tenía una birra. Que no tuvo ni la entereza ni el valor de buscar a Ramona; de, al menos, avisar de su situación en un baño ajeno, pestilente, olvidado.

    El cuerpo apareció doce horas después. Lejos de su hogar: pálido, lastimado, sensible. Así, las noches no fueron noches, y las cenizas de su madre en Malligasta sollozaron por días enteros. Las estrellas ya no fueron estrellas: se las habían arrebatado en un barrio porteño, como a sus sueños, como a sus signos.

    Arismendi no lloró. No gritó. No escribió. Lo único que hizo fue sentarse en el umbral de su casa durante tres días consecutivos, con un cigarrillo apagado en la boca. Era el espanto de volver a encontrarse con la muerte: por lo injusto, lo evitable, lo brutal.

    Durante semanas, Juan Arismendi caminó sin rumbo por calles que parecían haber olvidado su nombre. Evitaba el aula, evitaba la palabra. Nadie supo con certeza si llegó a enterrar a Ramona o si tan solo la soñó una noche entera antes de volver a despertar en la misma casa, en la misma cama, con el mismo temblor en la boca del estómago.

    Fue entonces cuando, una madrugada espesa, sintió por primera vez la presencia. No fue una aparición ni una visión. Fue una certeza interna, silenciosa, como si una grieta antigua se abriera en su memoria y desde allí manara algo más frío que la pena. Caminaba por la estación de Luis Guillón cuando creyó escuchar una voz que no era suya. No era sonido. Era idea. Era lenguaje sin forma que le decía: “No estás solo en tu condena”.

    A la semana siguiente, Arismendi empezó a soñar con un tribunal. No eran hombres ni fantasmas. Eran figuras sin rostro, envueltas en túnicas que parecían hechas de ceniza suspendida. Lo observaban desde un plano en el que el tiempo no existía. A veces, en los sueños, lo interrogaban sin hablar. Otras veces le mostraban escenas de su vida: una madre muerta, un padre borracho, la sonrisa de Ramona en el marco de una ventana sin vidrios, su sangre, el “Gallego” cerrando la puerta del baño… el dolor en el pecho, la angustia en la boca del estómago, la verdad de la finitud.

    No tardó en comprender que los penitentes lo observaban. No juzgaban: pesaban. Su alma era colocada sobre un umbral, y cada recuerdo suyo funcionaba como moneda. Su miedo, su deseo, su necesidad constante de pertenecer a algo que lo devorara, su indiferencia hacia las heridas ajenas… todo eso era contabilizado. Cada error, cada omisión. Cada pucho encendido para no pensar. Cada noche en que prefirió la voz del vino a la de los que lo querían cerca.

    Y así, noche tras noche, sin defensa ni abogado, fue empujado lenta pero irrevocablemente hacia la orilla del vacío. No hubo redención. No hubo plegaria que lo salvara. El tribunal no creía en la culpa, sino en la sustancia del alma. Y el alma de Arismendi se había vuelto cascarón delgado, filamento trizado, cáscara almidonada.

    Una noche de julio, sin luna y sin viento, despertó en medio de su departamento y supo que ya no estaba solo. Los penitentes lo rodeaban en silencio. No necesitaban llevarlo: él ya pertenecía. El vacío no se abre como un pozo, sino como un suspiro en el pecho que no se puede exhalar. Y cuando se abre, absorbe lo que queda del sujeto: sus miedos, sus recuerdos, su voz. Lo transforma en observador de su propia podredumbre.

    Fue entonces que el profesor Arismendi, quien luego llevó una vida larga y sedentaria, oculta por el alcohol y los vicios, renegó siempre de no haber comprendido cómo urdir las trampas del amor. Su corazón roto y su mente fragmentada sólo lo podían llevar a un destino asequible: el vacío de quienes no viven con la libertad de sentir su propia alma.

    Elías Brizuela

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