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Uno, ninguno, cien mil: lo que las miradas destruyen

Jul 15, 2025

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Uno, ninguno, cien mil: lo que las miradas destruyen
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Cada ojo que capturo guarda un mundo incompleto, un pedazo roto de lo que alguien podría llegar a ser. No son reflejos del alma, como suelen decir, sino fragmentos distorsionados, versiones imposibles de una verdad que nunca es única. Al observar esas miradas con detenimiento, me doy cuenta de que no contienen una sola historia, sino piezas dispersas, versiones de mí mismo que no reconozco, o de lo que nunca podré ser para quienes me miraron.

Hay ojos que parecen querer construir algo de mí, moldearme en su visión. Otros, sin siquiera pestañear, me desarman. Me pregunto: ¿cuántas versiones de mí mismo existen en esas pupilas que me reflejan? ¿Quién soy para quien me ama? ¿Quién, para quien apenas me soporta? Me aferro a la idea de que los ojos no mienten, pero tal vez no son ellos los que fallan, sino la verdad que intentan atrapar.

Recuerdo un ojo en particular, de alguien a quien conocí hace años. Su forma de mirarme , me rompía en pedazos: uno, ninguno, cien mil. Esa mirada no solo me observaba; me creaba también. En ella, era alguien irreconocible para mí mismo. Si pudiera volver a verla ahora, ¿descubriría algo nuevo o simplemente me hundiría más en lo que no entiendo de mí?

Pero las miradas no siempre construyen. Hay ojos que consumen, que despojan cualquier capa de seguridad y dejan al descubierto lo que realmente somos… o lo que no queremos ser. Esos ojos son los que más temo: los ojos del diablo. Los he visto en personas concretas, no muchas, pero las suficientes como para saber que existen. Son miradas que no solo observan, sino que penetran. No buscan entenderte; buscan poseerte. Esos ojos no parpadean, no se conmueven: solo te perforan con una claridad que aterra.

Recuerdo uno de esos ojos en particular, de un rostro que apenas se cruzó con el mío. Fue una mirada breve, pero quedó grabada como una herida. No dijo nada, pero lo dijo todo: quién era yo para ellos, y quién nunca podría ser. No sé si era odio, juicio o simplemente indiferencia, pero dejó algo en mí que no he podido borrar. Hay miradas que siguen vivas en las sombras de nuestros recuerdos, miradas que no olvidan, que regresan cuando menos las esperamos. Tal vez por eso busco capturar ojos: porque si logro atraparlos en una imagen, si los detengo, tal vez dejen de perseguirme. Pero es inútil. Los ojos del diablo no se olvidan.

Y, sin embargo, hay otras miradas. Miradas que construyen, que contienen algo que, aunque efímero, se parece a la esperanza. Recuerdo los ojos de alguien que me vio como si yo fuera todo lo que buscaba. No sé si era verdad, pero en ese momento lo fue para mí. Esas miradas son raras, y quizá por eso se quedan en nosotros de un modo distinto. No nos persiguen: nos sostienen. Nos recuerdan que, incluso entre los fragmentos rotos, hay algo que aún vale la pena guardar.

Un ojo no es solo un ojo. Es un espejo roto donde cada fragmento refleja algo distinto. Por eso siempre he amado mirar a los ojos: no por lo que muestran, sino por lo que esconden. Cada imagen que guardo, cada texto que escribo, es un intento por reconstruirme con los pedazos de los demás. Pero sé que nunca terminaré. Hay miradas que me quitan la calma, y otras que me devuelven un poco de lo que creí perdido. Algunas me ven como si ya no estuviera, y otras como si fuera lo único que importa.

Y ahí está la verdad más cruel de los ojos: no vemos a los demás, nos vemos a nosotros mismos en ellos. Cada mirada es un acto de creación y destrucción al mismo tiempo. Hoy, mientras observo el último ojo que capturé, me pregunto qué dirá de mí. Si pudiera hablar, ¿qué historia contaría? Quizá nunca lo sepa. Quizá no quiera saberlo.

Al final, todos somos pedazos de las miradas que nos sostuvieron, que nos formaron, que nos rompieron.

Uno, ninguno, cien mil.

Ojos que construyen y deshacen, que buscan, que se pierden.

Ojos que nos devuelven un fragmento de verdad o que, tal vez, solo nos enfrentan al vacío.

Luis Julián Veloz

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