uno.

Encuentro mágico salir del bar a las tres y media de la mañana, la calle está más viva que nunca y descubres curiosidades aquí y allá. No me cuestionan por qué estoy usando una mini falda o zapatillas con plataforma. Se me da bastante bien caminar con ellas. Saludo a algunos conocidos que están de turno y observo a los extranjeros que buscan la experiencia de pasar una noche en el barrio rojo, menudos imbéciles. Mi destino es un love hotel con su nombre en luces neón y adornos demasiado exagerados para mi gusto. Tengo el mensaje con el número de habitación en mi celular y un “no tardes” a secas.

Takahashi-san me espera con cervezas —muy tacaño para invertir en vino, el cabrón— y la historia de cómo tuvo que lidiar con unos clientes prepotentes que, según, creían saber más que él. Lo escucho un ratito y después sólo finjo mientras me quita las medias, tiene la consideración de no rasgarlas y yo le agradezco en silencio con mis manos acariciando sus hombros tensos. El sexo es sexo, sin ningún sentimiento de por medio, sin marcas en el cuello y mucho menos palabras dulces o promesas huecas. Takahashi-san debe tener la edad de mi padre, pero nadie dice algo al respecto, ¿qué me va a importar? Le gusta tocar mi cabello y en todos nuestros encuentros me pide que no hable. Porque mi voz es demasiado masculina, se queja. A estas alturas, me da lo mismo. El sexo es sexo.

Si el viejo tiene problemas de aceptación, es algo suyo.

Nos quedamos en la habitación hasta las seis, me doy una ducha y uso la ropa que cargo en mi bolso cuando la idea de enfriarme las piernas resulta desagradable. Los pantalones de chandal y la sudadera con capucha todavía huelen al perfume que Dorothy usa y gasta a diestra y siniestra. Takahashi-san se despide con un ligero asentimiento y es señal suficiente para irme.

“Espero que la próxima vez sea en tu casa, detesto los hoteles baratos”, le escribo en nuestro chat.