El demonio caminaba por la tierra,
como solía hacerlo en las noches de luna llena.
Sus alas negras, largas y gastadas,
se arrastraban por el suelo polvoriento,
dejando tras de sí un susurro de sombra.
Y entonces lo vio.
Un ángel.
Distinto.
De alas blancas y brillantes,
de postura serena,
mirando la luna como si en ella viviera una promesa.
El demonio se detuvo.
Lo observó desde lejos,
como quien teme perturbar algo sagrado.
Su mirada se deslizó por aquel rostro calmado,
ajeno a la guerra interior que él mismo arrastraba.
Había algo en esa figura —no era deseo,
no era obsesión—
era esa extraña sensación de belleza que duele,
de pureza que uno sabe que no puede tocar.
Memorizó sus facciones en silencio.
El contorno suave del rostro,
la forma en que la luz lunar acariciaba su piel,
el modo en que respiraba como si el mundo no pesara.
Y en ese instante, sin entender por qué,
pensó que sería feliz de verlo de nuevo…
aunque fuera solo una última vez.
No para hablarle,
ni para alcanzarlo,
sino solo para saber
que aún hay cosas en el mundo
capaces de despertar algo bueno incluso en un demonio.
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