Cuando tenía seis años, el micro de la escuela
me dejaba en la desprotegida esquina de mi casa.
en una tarde de aquellas, una muy calurosa y oscura, debido a la lluvia anunciada,
mi papá se hallaba allí, en la esquina.
no era muy común que lo hiciera,
pero cuando ocurría, mi corazón saltaba de la alegría.
verlo significaba una merienda juntos en la cocina,
significaba que una chocolatada bien fría hecha en la licuadora con medialunas
en la mesa me esperaban.
mi papá sabía que era mi parte favorita del día,
porque esa merienda era la oportunidad perfecta para esperar con mis ojos de infante a que acercará el vaso más chocoloso para mí, como siempre, lo hacía y me ofrecía la sonrisa más genuina y graciosa.
él hacía que todo sea más divertido,
su compañía eran momentos de risas asegurados y espontáneos.
hoy el micro ya no me deja en la esquina de mi casa; hace un año terminé la escuela.
la chocolatada y las medialunas ya no me esperan en la mesa, ni él tampoco.
el alboroto de las risas en la cocina cesaron y se esfumaron con los años.
yo sí sigo esperando, sigo esperando al micro porque tal vez cuando vuelva a casa él esté la merienda preparando.
quizás con estas fugaces palabras, su alma dichosa retorne del paradero remoto en el que yace perdido
para así reencontrarnos y merendar otra vez como si la muerte no se hubiese entrometido.
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