Hoy lo volví a ver. No lo estaba buscando, pero ahí estaba, el tipo del espejo. Ya no me mira igual. Antes me desafiaba, me sostenía la mirada con esa mezcla de soberbia y certeza de quien cree tener claro el guión. Hoy, en cambio, baja los ojos primero. Le tiembla un poco la mandíbula, como si hubiera aprendido a dudar.
No sé exactamente cuándo se quebró la línea recta entre él y yo. Tal vez fue ese día en que me escuché callar, o cuando empecé a distinguir el ruido del mundo del silencio verdadero. El silencio que no es vacío, sino refugio. Un lugar donde uno empieza a entender que hay sobras que no vienen del hambre, sino de los banquetes que uno se negó a sí mismo por miedo a indigestarse.
Lo observo con cierto cariño desconfiado. Lo estoy conociendo otra vez. No es como yo creía que era, ni tan fuerte, ni tan brillante, ni tan perdido. Tiene caos, sí. Pero también luces tímidas que se encienden cuando nadie las está mirando.
Hay días en los que pienso que estoy involucionando, que este proceso de romperme para encontrarme es más destrucción que nacimiento. Pero después hay momentos mínimos —segundos, quizás— donde siento algo parecido a paz. No paz absoluta, sino una tregua. Como si mi sombra se sentara a tomar mate conmigo sin tratar de devorarme.
A veces creo que el tiempo dirá qué fui, si semilla o ruina. Pero por ahora, me basta con saber que no soy el mismo tipo de hace un año. Y que el del espejo, aunque aún no sepa quién es, ya no me da miedo.
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