El sol calentó sus lágrimas, que se deslizaban suavemente por sus mejillas. Sus labios, tornados de un color cereza, se entreabrían dejando escapar ráfagas del poco aire que tenía en sus pulmones. Era una tarde consternada, llena de dolor y luz. Aferraba sus rodillas a su pecho; sus pestañas humedecidas revoloteaban y las mejillas enrojecidas le brillaban. Amaba saludar al sol por las tardes, abrazarlo. Hacerle un poco de compañía en sus momentos de soledad. Dos seres, con compañía inexistente y palabras ocurrentes. Ambos eran la luz del otro. Ambos se permitían brillar un poco más en esas tardes soleadas.
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