¿A qué se deben estos despertares de la conciencia? —le pregunté a la tarde.
—¿Qué quieren de mi desánimo estos saberes ocultos? Yo no quiero saber, ya no quiero aprender... Quiero, en el rincón más putrefacto de algún cementerio, sucumbir. Luna, sucumbir es lo que quiero.
Ilumíname sólo si tu luz llorará por mi desdicha, si me arrancará este corazón que ya no siente cómo la vida se le escapa. Lejos se ha ido la herida, cerca está la anhedonía.
—Quizá he perdido algo más que mi alma esta noche... he perdido el sentir —le susurré a la Luna.
¿Y a quién le debo mi despertar? ¿Es acaso que quiero aprender a partir?
Me está matando y no lo sabe. Está desmenuzando mi alma, aquello del interior le nace. Cuanto más llueve en mi piel, más siento su frío apático. Siento cómo me asesina, cómo despliega del dolor las vendas que me obsequió. Y del rojo, no queda más que un color rezagado, una sangre sin vigor... esa es la mía. Su sed de mi interior... esa es la suya.
—¿Todo lo mío aún me pertenece, o solo es de mi propiedad el aprendizaje de su rostro? —le pregunté al amanecer.
¿Es del rechazo de quien me libro, o del martirio de no haber vivido el amor que siempre he querido? Nadie me supo responder.
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