mobile isologo
buscar...

Una historia en una chacra

Sofía

Jun 16, 2024

65
Empieza a escribir gratis en quaderno

Adentro, en la casa, había una fiesta. Afuera, pero adentro del gallinero que estaba a metros de la casa, había otra: él bajaba su mano lentamente desde la mitad del torso de ella, pasando por su panza, deteniéndose un momento ahí, volviendo a subir su mano hasta llegar al borde de sus tetas, que amagaba con tocarlas pero que cada vez que ella respiraba más fuerte, él salía de esa zona aparentemente muy erógena. Pareciera que su idea era que ella al momento de acabar, pudiera hacerlo llegando al punto máximo de placer. Podía sacárselo y volvérselo a dar cuando y cuántas veces se le cantase, porque sabía bien cómo a ella le gustaba que la toque. Y que bese sus tetas, que para él, eran las mejores que había visto en su vida. Más de una vez se refirió a ellas adjetivándolas como “perfectas”. 

La satisfactoria sensación de ver a alguien atravesando el placer y también ser quien lo está atravesando. Un juego donde en ningún momento nadie pierde.  Eso siempre y cuando se tengan bien en claro sus reglas.

En esa fiesta en aquel gallinero todo estuvo perfectamente dosificado: hubo penetración, falta de aire, besos que parecían tener una carga emocional poco clara, caricias, apretones de cuello, nalgadas. Dos respiraciones agitadas sonando al unísono, bocas abiertas, labios quietos tocándose entre sí, orgasmos a punto de salir. Pausas. Más penetraciones que iban hasta las profundidades a buscar que los orgasmos finalmente sucedan. Y sucedieron.

La fiesta terminó cuando escucharon que alguien abrió la puerta y tuvieron que cerrar sus bocas, contener el aire, y ni siquiera pestañear porque hasta esa mínima acción podía oírse ahí adentro. Esperaron unos minutos y se dieron cuenta que quien sea que estuvo ahí, se había ido. Quizá el alboroto que hicieron las gallinas cuando vieron que se abrió la puerta, resultó de ayuda para espantar a la persona que probablemente fue ahí a buscar a alguno de los dos que estaba en el piso de arriba con muy poca ropa encima y sus cuerpos perfectamente pegados. Esos dos que de un momento a otro desaparecieron de la fiesta en la casa y ahora se estaban vistiendo para salir del gallinero y hacer de cuenta que no intimaron jamás.

Al día siguiente, eran todos los de la noche anterior desayunando en una mesa larga. Él estaba sentado en una punta, con su pareja a su lado, y ella estaba en la otra punta, sola. Tomaba sorbos de café y lo miraba. Untaba una tostada con manteca y lo miraba. Se acariciaba el cuello hasta casi llegar a la altura de sus tetas sólo porque él la estaba mirando. Aunque intentaba evitarlo por tener a su pareja al lado, él no podía sacarle los ojos de encima. Hasta que su pareja le susurró algo al oído y él asintió con la cabeza. Se levantó de la mesa y caminó hasta el gallinero para alimentar a las gallinas. En ese trayecto, como siempre, observó a las vacas pastando en sus corrales moviendo la mandíbula como en cámara lenta. 

Casi llegando, se acordó que nunca escuchó al gallo cantar como lo hacía religiosamente todas las mañanas.

Abrió la puerta y las gallinas no estaban ahí haciendo el alboroto de siempre. Creyó que estaban arriba pero aún así le pareció raro que no bajaran. Para la hora que él estaba yendo, ellas ya deberían haber estado pidiendo comida a los gritos hace rato. Entró lentamente. Sintió olor a algo muerto. Estaba clarísimo. También sintió que sus ínfimos pelos de la espalda se ponían de punta. Continuó adentrándose. Arriba seguía sin asomarse ninguna. El lugar tenía dos pisos, estaba hecho de una madera vieja que rechinaba por el más mínimo movimiento y el olor a aserrín podía sentirse incluso a metros de la entrada. La planta baja y la planta alta estaban separadas por una escalera de no más de cinco escalones bien distanciados uno del otro. 

Se dió cuenta que tenía más miedo del que creía cuando con las manos ya empezaba a secarse la transpiración. Se armó de valentía y subió a ver a las gallinas. Lo que vio: seis jaulas, con cuatro gallinas en cada una, todas asesinadas, empapadas de su propia sangre, algunas panza para arriba, otras de costado y otras sin cabeza. 

Dejó de transpirar y sus pelos de la espalda ya no estaban erizados. Se le había ido el miedo. Sabía de qué se trataba todo ese escenario. Pensó automáticamente en la noche anterior, en cómo cogió y dijo te amo al mismo tiempo a la persona con la que más veces se desencontró en su vida. Pensó en que a esta altura era una obviedad que quien había abierto la puerta anoche era su pareja, que lo vio todo, que escuchó que le decía a alguien lo mismo que a ella. Que ella le dijo en la mesa minutos atrás -de manera indirecta-, que vaya al gallinero y vea lo que hizo. Que lo sabe absolutamente todo. Y pensó, también, observando la masacre a sus gallinas y algunas plumas todavía sobrevolando el lugar, que lo que ella no sabía y quizá no sería capaz de comprender, era que él realmente la amaba. Como amaba a la otra mujer, la que anoche estuvo en ese lugar ahora manchado de sangre y de culpas y cuestiones que quedarán en la nada porque seguramente nadie vaya a hablar de nada de lo que pasó: ni de coger a escondidas, ni de matar gallinas, ni de matar, ni de dejar morir, ni de venganza, ni de emociones contenidas, ni del tiempo perdido que resulta siempre irrecuperable, ni de eso que no se puede explicar ni comprender pero que aparentemente sucede más de lo que parece: sentir el mismo amor por personas totalmente opuestas.

Sofía

Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor

Comprar un cafecito

Comentarios

No hay comentarios todavía, sé el primero!

Debes iniciar sesión para comentar

Iniciar sesión