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    Una enfermedad que duele

    Abr 19, 2024

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    Una enfermedad que duele
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    El dolor de mi cuerpo se percibe cuando es incomprendido. ¿Qué es el dolor sino una melodía disonante que interrumpe la banda sonora de mi mente?

    Contemplo a los demás y yo no puedo. ¡Ah, pero mirá! como se sientan todos en el piso, como si nada; ¡que habilidad! Yo me demoró un poco más. Primero mis manos emulan las de un mono, se aferran al último resquicio de decisión, mientras una punzada atraviesa mis brazos al colgarme en un acto de resistencia contra la gravedad. Observo a los otros, ajenos al esfuerzo, mientras me despliego con torpeza hacia la postura "normal". Las miradas circundantes, cargadas de extrañeza, se clavan como dagas en mi espalda, testigos de un movimiento que desafía la naturaleza. Quiero agregarle a este esquema de pasos una particularidad: todo se hace de espaldas, porque es de vital importancia para quedar de frente al final. Y así es como me amoldé a esta práctica —sentarme en el suelo—.

    Solamente cuando me doy cuenta que puedo hacerlo, y de una manera única, mi dolor se transforma en didascalia, en lienzo blanco y puro, en tablas, en arte. Los que me conocen saben cuanto he reprimido esta faceta mía. Pienso: tal vez estuve todo este tiempo actuando de tipo normal. El maquillaje de este personaje fantástico me endureció la piel, me contrajo los tendones, me congeló las manos y me secó las patas. Pero ahora, dentro de este cuerpo rígido hay un corazón flexible y blando.

    No todo es color de rosas. Hay días que duelen más que otros, y todo eso depende de la medicación de turno. Hay días que toca, y días que no. Los días que no toca es morir, los días que toca es navidad; navidad en el hemisferio norte, navidad de películas infantiles. Pero no importa, porque ahora me conozco más, antes era impredecible y ahora ya sé cuándo si y cuando no.  

    En medio de esta danza entre lo que es y lo que deseo, anhelo la energía juvenil para un último juego de fútbol. Me gustaría jugar al básquet, pero en los jueguitos electrónicos, esos que pasas la tarjeta, caen cuatro pelotas y encestas mientras el aro se balancea de izquierda a derecha/derecha a izquierda.

    ¡Ah! ¿Sabes qué más? Me gustaría poder cerrar las manos, muy fuerte. Decir: ¡Vamos! Y cerrar las manos, tocar las palmas con las yemas de los dedos. A veces cierro los ojos y trato de imaginármelo, y creo que no habría otro placer mas grande que ese. Ningún otro gesto que le supere. Déjame pensar: no, en definitiva. Ningún otro que lo supere.

    Como mis manos están contraídas y endurecidas, he aprendido un nuevo lenguaje de aplausos: mis palmas chocan una con otra, y no así los dedos de una mano con la palma de otra (como la gente normal lo hace). De las cosas que aprendí a hacer a mi modo, aplaudir es la que más me divierte.

    En este teatro de la vida, descubro el gozo de la lectura, la escritura, la actuación, donde mi cuerpo se convierte en la arcilla de mi arte. Conocí otras personas que me valoran por cosas que nunca había sido valorado, y pude seguir haciendo mi vida adaptándome a esta dificultad.

    Pero más allá de las vicisitudes que describo, quiero dejar un mensaje impregnado de significado. Lo más arduo de la enfermedad fue aprender a pensar en mí mismo. Crecemos con la idea de que siempre hay alguien peor que vos o ama a tu prójimo como a ti mismo. Yo digo: ¿cuántas veces nos habremos olvidado del “a ti mismo”? o de sufrir lo que tengamos que sufrir (porque la vida también es dolor) sin pensar en reprimir ese sufrimiento porque otro la esté pasando peor.

    ¡No señor! A las cosas que le tocan, pero por uno mismo.

    Creo fervientemente en el poder de amarnos lo suficiente para luego amar a otros sin reservas, en la redención que emerge cuando nos concedemos el derecho a sufrir y a sanar, sin dejar de lado nuestra propia humanidad.

    Que este testimonio (hoy vivo) sirva como faro en la oscuridad, recordándonos que el primer paso hacia el amor verdadero es el amor propio, un acto de resistencia contra la sombra que amenaza con eclipsar nuestra luz interior.

    Samir Jandar

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