De vez en cuando me sumerjo en las cosas que veía cuando era más chico, quizás impulsado por el deseo de valorarlas con una mirada más formada, madura y crítica. No se confundan, no anhelo volver el tiempo atrás. Me da miedo transformarme en un tipo común, y un poco avergonzado cierro las ventanas, bajo el volumen y apago las luces para ver a Goofy.
A veces Goofy es mi papá y yo soy Max, y revivo esos momentos en los que renegaba de sus ocurrencias, pero también de su deseo genuino de verme feliz, aunque fuera a través de una simple risa, sin pretensiones ni lujos. Caen algunas lágrimas y con ellas cae la ficha: la película está bien hecha. No es solo una distracción, sino un trabajo cuidadosamente elaborado por un equipo de artistas y creadores, que nos invita a explorar nuestras emociones más profundas, y lo más interesante es que no sabemos si realmente esa era la intención.
Y así tengo mis etapas de ir revisando profundamente las emociones del ayer, para traerlas de nuevo al presente con mas fuerza y valorar lo que otros quisieron darnos. Comprendo que las sabias palabras de aquellos que me decían «después lo entenderás, ya verás» tienen un profundo significado, y mi forma de entenderlo es a través de las historias que leo, escucho y veo. Me apasionan las buenas ideas, la creatividad y todo lo que puede pasar en este mundo imaginario que guarda las cosas más reales de mí.
La trama de Goofy es sencilla y me permito spoilear un poco porque la película es del siglo pasado: Goofy teme perder la conexión con su hijo Max, así que lo lleva de pesca —lejos de Roxanne, su amor— en un intento por reconectar con él. En el camino, surgen conflictos y desacuerdos que los llevan a una situación límite, donde finalmente confiesan sus sentimientos el uno al otro. Es un recordatorio de cómo la familiaridad, lo cotidiano y la rutina puede hacernos perder de vista el valor de las cosas. Y que real ¿no? estar acostumbrados a tenernos diariamente hace que perdamos el sentido del valor. Esto que estoy diciendo es casi un cliché pero me resulta sumamente importante repetirlo: valoramos las cosas en la medida que dejan de existir.
El punto culminante de la película llega con la canción, donde padre e hijo encuentran en la música la expresión de lo que no pueden decir con palabras. ¿Qué nos impide hablar abiertamente? ¿Por qué nos cuesta tanto expresar nuestros sentimientos más profundos? Padre e hijo no pueden decirlo, ni hablarlo, ni siquiera en un mundo animado que no existe. Eligen cantar: no hay nadie como tú, los dos estar, es nuestra suerte. ¿Qué será eso que no nos permite hablar? De pronto estamos preparados para decirnos las cosas en la cara, para plantear nuestras inquietudes e injusticias y para reclamar cuestiones que nos merecemos con legitimidad. Me aterra saber que estoy más listo para reclamar que para decir cosas lindas, o para decirle «te amo» a mi vieja, a mis tíos, a mi abuela.
Hoy con el diario del lunes twitteo: «como te extraño Papá.» Sin embargo, creo que, aunque mi papá volviera de la muerte algún día, seguiría dándome pudor decirle que lo amo demasiado, y que lo extraño, y que me perdone por no haber estado más cerca. Me temblarían las piernas, sudarían mis manos y relojearía la hora; porque somos así, no podemos con el genio. Al final somos una bolsa de lágrimas, vivimos arrepentidos de todo y contentos de nada. Aun así, con todo esto aprendido, sigo valorando muy poco.
Sigo siendo Max, embobado con Powerline y soñando con Roxanne en campos de trigo; pero me gustaría ser Goofy por un día, un hombre que no encaja pero que ama, que perdió a su esposa y no sabemos si carga, tambien, con una bolsa de lágrimas.
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Comprar un cafecitoSamir Jandar
Argentino. Me gusta vivir, me gusta escribir, me gusta actuar. ¿Qué más?
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