S.O.S.
Solo se oía un ladrido remoto y el trinar de los pájaros, hasta que un zumbido fue haciéndose cada vez más fuerte y constante; de pronto, un grito me hizo erizar la piel. “¡Auxilio! ¡Auxilio!”, gritaba alguien en la calle y salí de prisa, tambaleándome, atontado por el calor que emanaba del techo de zinc: una avioneta sobrevolaba el pueblo, promocionando una nueva Fiesta del Durazno, y los vecinos se agolparon bajo su sombra. “¡Auxilio! ¡Auxilio!”, gritaban entre saltos, empujones y codazos. Algunos sacudían sus camisas con los torsos desnudos, y otros incineraban el césped recién cortado, provocando una humareda enceguecedora e irritable. Cuando la avioneta se alejó hacia Agote, todos se miraron con extrañeza, como si hubieran actuado inconscientemente, y retornaron a sus hogares, arrastrando los pies, cabizbajos y sin murmurar una sola palabra.
Tumbas
Hace unos días, un auto negro con vidrios polarizados recorrió paulatinamente la única calle asfaltada, custodiado por un móvil de la Policía, y desde entonces, se fue propagando el rumor de que el pueblo sería vendido a una empresa multinacional. Y el rumor se volvió certeza, cuando máquinas del Municipio empezaron a cavar tumbas enormes para cada familia. Aunque las autoridades hayan asegurado que solo se trata de zanjas de desagüe, hoy nadie se atrevió a salir.
Virgencita
En la placita de enfrente, no hay mástil con bandera, ni monumentos, ni fuente de agua; solo hay una virgencita dentro de una vitrina de cristal, a la que todos los vecinos le obsequian las flores más hermosas de sus jardines, aunque ella nunca suspire. Sin embargo, anoche, alguien tuvo la osadía de cubrirla de malezas, hecho que derivó en una reunión de urgencia en la Sociedad de Fomento, donde los participantes mantuvieron las manos en los bolsillos, de principio a fin, y solo se limitaron a escuchar a las autoridades. “Está un poco fresco”, fue el único comentario que se repartió en la previa.
Hormigas
Seguía, ocioso, un camino de hormigas, cuando creí escuchar una voz grave y familiar pronunciar mi nombre; “habrá sido el viento”, pensé, sin querer levantar la vista del césped; volvía sobre mis pasos y la oí otra vez: sí, sin dudas era su voz, la voz de mi padre, llamándome desde el rincón profundo que forma la vid. Me fui acercando, pisando y pateando, entumecido, piñas caídas entre los árboles cada vez más agitados; al llegar me incliné sin aliento bajo las ramas pesadas de racimos, y, para mi sorpresa, solo hallé ahí el cadáver fresco de una lechuza. Las hormigas, ocultas bajo las plumas, parecían alargar su agonía.
Máquinas de tiempo
Mientras podaba ligustrinas bajo el sol agobiante de diciembre, rompí, por descuido, uno de los doscientos duendes que vigilan el jardín de Doña Elisa, y, ésta, colérica, me echó sin pagarme un solo centavo. No quería volver a casa con los bolsillos vacíos y me recosté en un tobogán a contemplar el anochecer. Las luciérnagas estallaban a mi alrededor, estallaban de celos por las luces navideñas con las que los vecinos decoraron las fachadas de sus hogares. Después de todo, sentía algo de pena por ella, al imaginarla velando los restos del duende en la soledad de su quinta.
Entrada la noche, recordé un momento vago de mi infancia: me hamaco, sin compañía, en la placita de mi ciudad natal, lloro y mi corazón parece un pájaro recién enjaulado; al tomar altura, me arrojo de un envión hacia una luna llena y radiante…
Creo que los juegos de las placitas son máquinas de tiempo truncas, aunque puede que, aquella vez, hayan funcionado, sino cómo se explica ese abismo entre mi infancia difuminada y esta adultez vacua.
Paltas
En la entrada principal, hay una casona antigua que estuvo ocupada por un octogenario huraño que nadie sabe si falleció o si se marchó, y no falta el que sospecha que aún sigue viviendo ahí, alimentándose, como siempre, nada más que de las paltas del árbol que aligeró el derrumbe del techo. Aunque, según cuentan, por un tiempo fue acusado de la desaparición de corderos y gallinas, e incluso de perros y gatos, pero nunca hubo pruebas suficientes para declararlo culpable. Por alguna razón dejaron de prestarle importancia y ya ni los militantes ni los Testigos de Jehová se acercan a la puerta. Solo los niños señalan el inmueble como “la casa embrujada”, o “la cueva del hombre-lobo”, y a veces, a la salida del colegio, arrojan piedras y frutas contra la fachada, y huyen despavoridos.
Mientras se siga oyendo el sonido de las paltas estrellándose sobre el suelo del interior de la casona, ninguno podrá asegurar que nadie la habita.
Lluvia
Aguardábamos, ansiosos, la llegada de la lluvia, y como si se tratara de una broma del cielo o del destino, empezó a caer ceniza. Muy pronto, los jardines y las huertas se vistieron de luto. Corrían los primeros días de enero y ya no se escuchaban acordeones y carcajadas, ni siquiera desmalezadoras. El sonido de las cigarras era ensordecedor e incesante, comparado al de millones de maracas y panderetas siendo ejecutadas a la vez y sin coordinación. “¡Basta!”, grité, exasperado, y me oculté en mi dormitorio, temiendo una posible represalia. Supe, luego, que se había producido un incendio intencionado en un bosque próximo, para entorpecer, de alguna manera, la campaña del gobernador.
La lluvia se hizo esperar unos días más: el agua cayó con ímpetu, derribando ramas y provocando un largo apagón que aumentó aún más el nivel de abulia y desazón en el vecindario.
Duraznos caídos
Tres niños examinan con ramitas el cadáver de una ardilla que había huido del incendio forestal. Otra perra en celo busca, desesperada, que un auto la atropelle. Dos sujetos, a bordo de una motocicleta, arrebatan un cordero del borde de la calle y desaparecen en un remolino de tierra. Un cerdo, prófugo, atraviesa las ligustrinas y los alambres de púa, espantando a las gallinas y a los gallos que descansaban a la sombra. Un anciano revisa los cestos de residuos y los duraznos caídos con que los adolescentes juegan a la batalla campal para matar el tiempo. “Mañana será otro día”, murmura mi madre con los ojos colmados de estrellas y extiende las cortinas a pesar de que el sol aún hace resplandecer los techos plateados como escamas. “Acá los días son tan largos”, reprocha…, “tan largos”, y una estrella cae, fugaz, sobre su mejilla mientras se funde en la oscuridad del dormitorio.
Invasión
Apenas anocheció, una invasión de escarabajos alados interrumpió la monotonía habitual del vecindario y el sosiego inestable de nuestro hogar. Fue inútil apagar las luces y sellar las ventanas y puertas con toallas y trapos, de alguna manera se las ingeniaban para ingresar; brutos y torpes, azotaban sus corazas contra el cielo raso, se entrechocaban hasta caer noqueados sobre la mesa (fideos con escarabajos crocantes para cenar), se enredaban en nuestros cabellos, en las cortinas y los manteles, y solo cuando quedaban patas para arriba sobre el suelo, era cuando nos apresurábamos a golpearlos con las suelas de las zapatillas. Nos dimos por vencidos muy pronto: en el dormitorio, bajo las sábanas, no nos molestaban.
La noche siguiente volvieron a visitarnos, pero en menor número, debido, quizás, a los recaudos que habíamos tomado. La tercera noche, la ausencia de los insectos fue casi tan fuerte como su presencia.
Los meteorólogos, algunas veces logran acertar con sus pronósticos del tiempo, como un día de lluvia o una jornada ventosa, pero, ¿quién podría predecir una invasión de escarabajos al anochecer?
Milagro (fábula sin moraleja)
Antes que cantara el primer gallo, Don Aurelio, uno de los vecinos más veteranos, sujetó un carro improvisado a su bicicleta y salió a recorrer las adyacencias en busca de cartón y chatarra. La mañana transcurrió con la misma monotonía de siempre. Al mediodía, decidió detenerse a descansar bajo el único árbol de pie en un descampado, donde halló entre malezas, pañales usados y envases de gaseosas, un mechón liso y rubio que sobresalía de la tierra reseca. “Es un milagro”, balbuceó, contemplando el cielo azul de febrero, y sintió, en seguida, la necesidad de contarle a todo el mundo; pero finalmente decidió guardar silencio, ilusionado en poder cosechar a una mujer que le sirviera de compañía por el resto de su vida.
El pobre anciano fue encontrado pocos días más tarde, sin signos vitales, deshidratado, con el rostro sonriente, junto al mechón de una muñeca soterrada.
Su bicicleta forma parte del museo del anticuario.
Maldición (leyenda suburbana)
Después de jubilarse, Doña Evangelina ocupó su tiempo en armar llamadores de ángeles en compañía de sus tres gatos, usando materiales que su difunto marido había recolectado durante treinta años; ella misma los colgaba en las ramas más fuertes de los árboles de su quinta. Cuentan que había miles de ellos y que, cuando soplaba el viento con constancia, podía oírse la melodía armoniosa que producían en cada rincón del pueblo.
Un día, alguien envenenó a sus preciados gatos y ella falleció de tristeza pocas semanas después. Extrañamente, la melodía de los llamadores se tornó fúnebre e inquietante. Todos tenían pesadillas por las noches que comenzaron a vincular con la muerte de Evangelina, como si se tratara de una maldición. Por eso nadie posee llamadores de ángeles en sus viviendas, y sobre la cabecera de cada cama, cuelga un atrapasueños, silencioso como el pueblo mismo.
Fuego verde
De todos los jardines en los que trabajé, sin dudas, el más curioso y particular es el de Don Américo; sargento retirado, no vidente y solitario. Fue el único vecino que me invitó a pasar a su vivienda y hasta me sirvió algo de beber. Siempre había ingresado por los laterales, rodeado de perros que me olfateaban y ladraban de principio a fin, pero él no tenía siquiera un lazarillo; o eso creía yo.
Quedé atónito cuando vi toda esa hierba densa sobrepasando mi altura, hierba que había crecido libremente durante años y años. Me dijo que no tenía dinero para pagarme por el trabajo, y en cambio, me ofreció unos cuantos libros y una máquina de escribir que conservaba dentro de una caja polvorienta. Acepté de todas maneras; era mejor que nada. Pero lo que más me causó consternación fue saber, enseguida, que su intención no era que yo reacondicionara el jardín, sino que encontrara a su lazarillo en la hierba; un lagarto que yacía oculto desde hace tres días, luego de que lo golpeara con el bastón por intentar devorarlo mientras descansaba. Le dije que me sentía mal y me retiré dando pasos ligeros; el sudor caía frío por mi espalda.
Dicen que hay que ser cauto con lo que se desea… Deseo que la hierba se expanda hasta consumir este pueblo completamente.
Caleidoscopio
Disfruto de acostarme a descansar bajo los árboles y observar las infinitas figuras que forman las hojas. Me vuelvo pequeño, un insecto, y me elevo lentamente entre las ramas hasta sentir el aire fresco en la superficie. Y siempre es brusca e inevitable la caída. Pero confío en que, un día de estos, me fundiré en una nube viajera y aterrizaré en lluvia sobre algún jardín.
Quiero ser el césped verde y húmedo entre los dedos de los pies de un niño que se levante sin permiso a contemplar el amanecer por primera vez.
Sangre
La rosa también es una maleza, aunque le extraigan las espinas y la expongan en puestos y viveros, y la compren los enamorados en San Valentín; su bello aroma y su cautivante color son trampas para envenenarle la sangre a quien se aventure a extraerla. La rosa es una maleza, por eso los poetas que le cantaban se volvieron malditos.
La enamorada
“Me quiere, no me quiere…”, canta la enamorada mientras va deshojando cada flor, cada árbol del vecindario. Nunca nadie pudo dar con ella. ¿Será una niña?, ¿una adolescente?, ¿o acaso una mujer con demencia? “Me quiere, no me quiere…”, repite, obstinada, procurando no llamar la atención de los transeúntes; y va descubriendo a su paso, las paredes y las vestimentas pobres que la vegetación mantuvo ocultas estos últimos meses.
21 de marzo
La acompañaba a su hogar que quedaba del otro lado de la placita; no sabía de qué hablarle y ella me miraba de reojo, esperando que pronunciara alguna palabra. Le pregunté, titubeando, si la flor que llevaba sobre su oreja era artificial y una ventisca helada se la arrebató a la carrera. Y corrí por la calle penumbrosa hasta alcanzarla, y al retornar, me topé con su ropa amontonada, llena de tierra negra que palpitaba por los gusanos que empezaban a asomarse. Desperté afiebrado y sudado, sumido en una amnesia escalofriante que duró varios segundos. Afuera había mucha bulla y los juegos de la placita rechinaban como si una multitud de niños hubiera llegado a Gowland. Eran las almas, las almas de los poetas olvidados.
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