Un verano sin retorno
El verano de 2003 en Buenos Aires era una tormenta de calor y desesperanza. La ciudad aún digería los escombros de la crisis de 2001, mientras intentaba maquillar su miseria con espejismos de recuperación. Julián, un taxista de 45 años, sentía que su vida no se diferenciaba mucho del clima: asfixiante, desordenada, siempre en el borde del colapso. Su único refugio era su hijo, Mateo, de 17 años, aunque últimamente parecían más dos extraños conviviendo bajo el mismo techo que padre e hijo.
Julián recordaba con dolor los días en que Mateo lo esperaba en la ventana del departamento en Caballito, saludándolo efusivo cuando llegaba de trabajar. Pero ahora, el adolescente había cambiado, como lo hace la mayoría a esa edad: se había vuelto taciturno, arisco, indiferente. La separación de Julián y Laura, la madre de Mateo, había puesto el clavo final en la frágil conexión que los unía.
Esa tarde de enero, Julián terminó su turno temprano y decidió llevar a Mateo a la Costanera Sur, donde solían pasar tiempo juntos cuando él era más chico. Arrancó el auto y lo invitó sin darle opción. Mateo, después de bufar y protestar, accedió. Subió al taxi con esa desgana que Julián odiaba pero trataba de ignorar. Durante el viaje, la ciudad se desplegaba ante ellos: vendedores ambulantes, negocios cerrados por quiebra, paredes manchadas de consignas políticas. Julián trató de romper el silencio:
—¿Te acordás de las barrileteadas con tu abuelo? Siempre me ganabas.
Mateo apenas murmuró algo, mirando por la ventana.
Llegaron al parque. Julián armó el fuego con una destreza que en otros tiempos habría impresionado a su hijo. Mateo, mientras tanto, no soltaba su celular, mandando mensajes a quién sabe quién. Julián respiró hondo y trató de conectar.
—¿Qué querés para tu cumpleaños? Está a la vuelta de la esquina.
—No sé, pa. Capaz me junto con los pibes, como siempre.
Esa frase, dicha con tanta indiferencia, hirió a Julián. Era como si Mateo se hubiera olvidado de que antes los cumpleaños eran una celebración familiar, con él y Laura juntos, decorando la casa. Pero los tiempos habían cambiado, y Julián no sabía cómo adaptarse a esa nueva versión de su hijo.
Tras el asado, Mateo se levantó abruptamente.
—Gracias, pa, pero me voy. Nico dijo que íbamos a jugar al Winning Eleven.
—¿No te podés quedar un rato más? —intentó Julián, casi suplicante.
—Otro día, pa.
Y así, Julián se quedó solo junto a las brasas moribundas, viendo a Mateo alejarse. Fue la última vez que compartieron algo íntimo.
El tiempo pasó, como pasa en Buenos Aires: rápido, despiadado, mezclado con el ruido de colectivos y las voces de los vendedores ambulantes. Mateo terminó el secundario, estudió diseño gráfico y consiguió un trabajo en una agencia. Las llamadas a Julián se volvieron esporádicas, y las visitas, más aún. Julián seguía manejando su taxi, viendo cómo las calles que conocía como la palma de su mano cambiaban con nuevos edificios y negocios que parecían durar poco.
Un día, Mateo se presentó con una noticia que partió a Julián en dos.
—Pa, me voy a España. Conseguí un laburo allá, en Barcelona.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo?
—Ahora, pa. No te pongas así. Es una buena oportunidad para mí.
Julián lo abrazó, intentando disimular el dolor. Pero en el fondo sabía que esa partida significaba más que un cambio de país: era el fin de cualquier posibilidad de recuperar a su hijo.
Pasaron diez años. Mateo volvió a Buenos Aires solo una vez, para el funeral de Laura. La relación con Julián era un eco lejano, reducido a mensajes de cumpleaños y ocasionales videollamadas que siempre parecían terminar demasiado rápido.
Una noche, mientras manejaba por Palermo, Julián vio a un hombre con un aire familiar. Era Mateo. Caminaba con una mujer de la mano y un niño pequeño que apenas podía mantenerse en pie. Julián frenó en seco, el corazón latiéndole con fuerza. Bajó del taxi y lo llamó.
—¡Mateo!
Mateo se giró, sorprendido. Al principio no lo reconoció, pero al ver a su padre, su expresión pasó de la sorpresa al desconcierto.
—Pa… ¿qué hacés acá?
Se abrazaron, pero el gesto se sintió forzado, incómodo. Julián intentó hablar con el niño, su nieto, pero el pequeño se escondió detrás de su madre.
—Es tímido —dijo Mateo.
La conversación fue breve, llena de frases cortas y vacías. Mateo dijo que estaba apurado, que tenía que irse. Julián vio cómo se alejaba, esta vez con toda una familia que no conocía. Era como si los años los hubieran convertido en dos extraños.
Unas semanas después, Julián sufrió un infarto mientras manejaba su taxi. Lo encontraron muerto en el asiento del conductor, el motor aún en marcha. Mateo voló desde España para el funeral, pero cuando llegó al velatorio y vio el cajón cerrado, entendió que era demasiado tarde.
Mientras revisaba las pertenencias de su padre, encontró una caja con fotos, cartas y recortes de periódico que Julián había guardado. Entre ellos, una carta que nunca llegó a enviar.
"Hijo, siempre quise que supieras que estoy orgulloso de vos. Aunque estemos lejos, siempre pienso en los días en que éramos inseparables. Me encantaría que algún día me dejes volver a ser parte de tu vida. Te extraño, hijo. Con amor, tu viejo."
Mateo se desplomó, sosteniendo la carta entre las manos, llorando como no había llorado en años. Afuera, Buenos Aires seguía latiendo, indiferente al drama que se jugaba en una pequeña sala de velatorio. La ciudad avanzaba, mientras Mateo quedaba atrapado en ese instante, enfrentando el peso de todo lo que no dijo.
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