UN SHOW

A las nueve y media arranca el show. Estoy en la calle Rivadavia, apoyado contra una pared, fumando un cigarrillo como si no pasara nada. La gente entra al teatro. Primero son diez, después cincuenta, y de repente más de cien. No sé cómo disimular que estoy cagado hasta las patas. Una parte de mí dice que salga corriendo, la otra se queda quieta, mirándolos pasar.

Apago el cigarrillo y le pregunto la hora a un tipo: las nueve. Entro al teatro y me acerco a los demás, ahí, al costado del escenario. Faltan minutos para poner un pie sobre el escenario y abrir la boca. ¿Recitar? No, eso no. A mí me gusta contar cosas, historias. Recitar es para poetas, y yo nunca soñé con ser uno. Pero acá estoy, a punto de enfrentar a un montón de gente que vino a ver el evento.

Empiezo a sentir el calor de las butacas llenándose. El murmullo sube. Trato de no mirar a nadie, pero veo todo. En la cabeza aparece Enrique Symns, como si lo invocara sin querer. Pienso en él, le pido ayuda. Tomo agua. Otra vez. Y otra. Las luces del teatro se apagan. Alguien grita, otros aplauden. Cierro los ojos. Estoy a segundos de hacer algo que me da miedo y, al mismo tiempo, me confirma que estoy exactamente donde quiero estar. Estoy a segundos de sentirme terriblemente vivo. Lleno de deseos. Me siento funcionar.

Y ahora sí, camino hacia el escenario cuando me dan la señal. La luz me pega de lleno. El silencio es impresionante. Siento fidelidad conmigo mismo. Ya no estoy nervioso. Miro al público y noto sus miradas, como lo imaginé, como lo deseé. Mentalmente, me digo: “Dale, querido.” Uno, dos, tres. Empiezo a contar una historia.