Amo sin pedir permiso,
como quien ha conocido el abismo
y aún así se lanza.
Amo con la piel,
pero también con los silencios,
con los ojos cerrados
y el alma completamente abierta.
No quiero mitades,
no quiero amores tibios que se escurren.
Quiero la verdad, aunque duela.
Quiero que me toquen el alma,
no solo el cuerpo.
Que me miren y se queden,
no porque deben,
sino porque el alma les susurra que ahí, conmigo, hay hogar.
He amado con todo,
y también he tenido que soltar.
He visto al amor irse con mi nombre
en la boca,
y aun así no me apagué.
Porque el amor verdadero no se va,
se transforma.
Permanece en la forma en que respiro,
en cómo abrazo,
en lo que ya no acepto.
Extraño, sí.
A veces duele, sí.
Pero no me arrepiento.
No por lo que fue,
ni por lo que no pudo ser.
Porque cuando amé, fui real.
Y si no bastó,
al menos no me negué a sentir.
Elijo amar así:
con profundidad, con coraje,
con las heridas al sol
y el corazón sin cerrojos.
Elijo el amor que no se mendiga,
el que se honra.
El que es encuentro, no prisión.
El que me invita a quedarme,
pero también me enseña a irme
cuando quedarme sería traicionarme.
Y si alguna vez vuelvo a temblar ante una mirada,
que sea de esas que me vean entera.
Que no me teman.
Que no huyan.
Que se queden, aunque tiemble el mundo.
Porque no busco perfección.
Solo busco verdad.
Y un amor que, como yo,
no tenga miedo de arder.
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