un rincón vacío.

mi habitación se mantenía a oscuras y creo que así permaneció la mitad de mi vida. me perdí en la realidad de un cuarto vacío, una analogía que se adhiere, me chupa la vida, como un parásito a su víctima: imposible de negar o de siquiera esconder.

me rendí a la oscuridad, al vacío, a lo pasajero y a la calma que esto solía darme, aquello que me hacía sentir un poco menos solo. aprendí que las personas eran pasajeras, como boletos de autobús; estaban ahí durante el trayecto, pero al bajar los tirabas y volvías a necesitar comprar uno nuevo. y yo perdí la cuenta de cuántos boletos necesité a lo largo de mi vida.

no sentía que la gente era reemplazable; en realidad, soñaba con mantener un solo lazo durante décadas. viví deseando una historia romántica, un cuento ideal donde todos eran felices y la tristeza se ocultaba en el rincón. pero con el paso de los años solo me di cuenta de que aquello no existía, no porque fuera imposible de encontrar, sino porque yo mismo comencé a pensar que la felicidad era efímera y que el dolor ocupaba más espacio. en ese punto, las historias románticas dejaron de ser importantes y los libros de autoayuda ocuparon su lugar.

las noches se hicieron largas.

los medicamentos, recurrentes.

la apatía, cotidiana.

todo lo que antes me llenaba ahora era agotador. con el paso de los días, los recuerdos de una vida pasada me pesaban más de la cuenta. tal vez, en otro universo, mi vida sí se convirtió en aquello que tanto añoré, y la felicidad encendió por completo mi espíritu apagado. o tal vez, quizás, este siempre fue mi destino, y el dolor, mi romántica compañía.