Había una vez un jardín donde cada flor guardaba un secreto.
No eran solo colores ni perfumes,
sino palabras escondidas en sus pétalos.
La rosa, por ejemplo, hablaba de amor.
Su rojo era un corazón latiendo,
la chispa que nunca se apaga.
El girasol, en cambio, siempre buscaba al sol.
Recordaba que aun en los días más nublados
siempre había una luz hacia la cual girar y mirar.
La lavanda susurraba calma.
Su aroma era brisa suave,
capaz de aquietar incluso al corazón más inquieto.
La margarita sonreía con sencillez.
Representaba la inocencia y la verdad,
la manera más honesta de mostrarse al mundo.
La gardenia se quedaba quieta, orgullosa,
como si supiera que su blancura significaba admiración.
Era la flor que invitaba a detenerse y contemplar.
El jazmín llegaba de noche.
Pequeño y delicado, traía consigo ternura,
pero también deseo,
con un perfume imposible de olvidar.
La orquídea era distinta a todas.
Rara, profunda,
brillaba en silencio,
como si no necesitara nada más que ser.
El lirio blanco hablaba de pureza,
de la transparencia que nace sin condiciones,
como un río claro que nunca se detiene.
Y el tulipán, sencillo pero firme,
guardaba la promesa de un amor sincero,
esas certezas que florecen sin necesidad de adornos.
Se dice que quien logra reunir todas estas flores,
aunque sea en palabras,
lleva consigo un jardín entero de significados,
un lenguaje secreto
capaz de hablar directamente al alma.
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