Capítulo 1: El adiós
El aire de la madrugada era frío y pesado. Mateo cerró la puerta de la pequeña casa de adobe, una puerta que había aprendido a abrir solo desde muy pequeño. Dentro quedaba el eco de su infancia, marcada más por ausencias que por abrazos.
Su madre, Rosa, lo abrazó con fuerza. Olía a jabón barato y cansancio. Sus manos, ásperas de tanto limpiar casas ajenas, temblaban sobre la espalda de su hijo.
-Cuídate, hijo -dijo ella, con voz ronca.
Mateo asintió, tragándose las lágrimas. Sabía que su madre lo amaba, pero también sabía que gran parte de su vida se la pasaba fuera, trabajando de sol a sol, apenas llegando para dormir unas horas.
De su padre, en cambio, no había nada que decir. Ese hombre jamás se había molestado en visitarlo. Sabía su nombre, conocía su rostro por alguna vieja foto escondida en un cajón, pero no un recuerdo. Ni una palabra. Ni un gesto. Era como si nunca hubiera existido.
Aun así, dentro de Mateo ardía una promesa: "Voy a darles lo que nunca tuvieron". Aunque en el fondo, parte de él también buscaba entender quién era ese hombre que lo había abandonado.
El autobús lo esperaba, con sus luces amarillas iluminando la calle vacía. Mateo subió con paso inseguro. Desde la ventana vio cómo su madre se hacía pequeña, una silueta que se alejaba en la penumbra. "Todo esto es por ti", pensó . Pero en su corazón había un hueco. El hueco de un padre ausente.
Capítulo 2: Tierra extraña
El nuevo país lo recibió con ruido y prisa. La ciudad se alzaba como un monstruo de acero y vidrio. La gente caminaba rápido, nadie se detenía a mirarlo.
El cuarto donde vivió era apenas un rincón húmedo con una cama vieja. Compartía el baño con desconocidos que apenas le dirigían la palabra. Trabajaba donde podía: cargando cajas, limpiando oficinas, lavando platos. Sus manos se llenaban de heridas y su espalda le pesaba más cada día.
Cada noche, al regresar, el silencio lo devoraba. No había risas, ni voces, ni nadie esperando por él. Solo la foto arrugada de su madre, pegada en la pared con cinta, y el vacío de ese hombre que nunca estuvo.
"¿Y por dónde se empieza a cumplir un sueño?", se preguntaba. Quería enviar dinero, quería regalarle cosas a su madre, quería llenar el hueco de una vida entera. Pero el cansancio lo vencía.
Una noche cualquiera, después de un turno doble, se desplomó sobre el colchón. El sueño llegó rápido, pero no era un sueño normal.
De pronto, el cuarto desapareció. Bajo su cuerpo sintió hierba fresca. A su alrededor, un campo abierto, con árboles altos y un río cercano.
El río murmuraba como si quisiera contarle secretos. Mateo miraba alrededor con los ojos abiertos de par en par, incapaz de comprender cómo había llegado allí. Todo parecía tan real que el olor a tierra húmeda y pasto recién cortado se le quedaba en la piel.
-¿Qué haces aquí? -preguntó el muchacho de la piedra, bajando con pasos firmes hacia él.
Mateo tragó saliva. Lo tenía enfrente: cabello oscuro, la piel morena por el sol, una sonrisa tímida y un brillo en la mirada que lo desarmaba. Parecía normal, pero su nombre lo delataba.
-Soy... Mateo -dijo, inseguro-. Estoy... perdido, supongo.
El joven rió, mostrando dientes desparejos. -Pues bienvenido a perderte. Yo soy Manuel.
El corazón de Mateo se detuvo. Ese nombre lo había perseguido toda su vida. Manuel. El hombre que no se había molestado en estar en su infancia, el que nunca fue a buscarlo, el que lo dejó crecer con preguntas sin respuestas. Y ahora lo tenía enfrente, con la misma edad que él.
Un torbellino de emociones lo atravesó: rabia, tristeza, incredulidad... pero también un extraño deseo de acercarse.
¿Y de dónde vienes? -preguntó Manuel, frunciendo el ceño. De lejos... muy lejos.
Manuel lo observó de arriba abajo, curioso
Tu forma de hablar es rara, y tu ropa también. Pero no pareces mala persona.
Se hizo un silencio. Mateo quería gritarle: "¡Eres mi padre! ¡Me abandonaste!", pero algo lo frenó. ¿Qué sentido tenía acusar a un adolescente que aún no sabía lo que haría con su vida?
Al final, solo suspiró.
-Digamos que... no tengo a dónde ir.
Manuel asintió con naturalidad. -Entonces puedes acompañarme. Aquí nadie sobra.
Y así, sin más, comenzaron a caminar juntos. Mateo lo miraba de reojo, tratando de grabar cada gesto, cada palabra. Era como encontrarse con un fantasma del que había oído hablar toda la vida, pero que nunca había conocido de verdad.
Capítulo 3: Amistad inesperada
Cada noche, cuando el sueño lo atrapaba, Mateo regresaba al mismo campo, al mismo río, y allí estaba Manuel, esperándolo. Era como si el tiempo de aquel mundo se ajustara al suyo, como si alguien los hubiera unido a la fuerza.
Caminaron por senderos, pescaron en el río, se sentaron bajo un árbol a mirar las estrellas. Hablaron de la vida con la honestidad de dos jóvenes que todavía creen que el futuro puede moldearse con las manos.
Quiero que mi madre esté orgullosa de mí -confesó Manuel una tarde, acostado en la hierba-. Ella trabaja todo el día, apenas la veo. A veces siento que no la merezco.
Esas palabras le atravesaron el alma a Mateo. Eran las mismas que él había pensado mil veces, solo que con los roles invertidos. Su madre también se desvivía, trabajando hasta la extenuación, y él había crecido con la ausencia de un padre.
-¿Y tu padre? -preguntó Mateo con cautela, temiendo la respuesta.
Manuel se encogió de hombros.
-No vive con nosotros. Y la verdad... nunca me ha importado demasiado. Si no quiere estar, que no esté.
Mateo apretó los puños, sintiendo una mezcla de furia y compasión. ¿Cómo podía hablar tan tranquilo de su propia ausencia? No sabía si quería abrazarlo o gritarle.
-¿Nunca pensaste en ir a buscarlo? -insistió, con voz tensa. -¿Para qué? -respondió Manuel, mirando el cielo-. Si un hombre no quiere ser padre no sirve de nada obligarlo.
Mateo lo miró en silencio. Por dentro gritaba: "¡Pero yo nací de esa decisión! ¡Yo crecí con ese vacío que tú estás dejando!". Sin embargo, Manuel no lo sabía. Para él, el abandono era algo que todavía no había ocurrido.
El tiempo en los sueños pasaba distinto. Algunas noches parecían horas enteras, otras apenas minutos. Pero lo cierto era que Mateo empezaba a sentirse dividido: en la vida real seguía solo, trabajando duro, mientras que en los sueños encontraba compañía... la compañía del hombre que más odiaba y más necesitaba.
Y aunque le doliera admitirlo, empezaba a disfrutar de esa amistad imposible.
Los sueños se repetían noche tras noche. Manuel siempre lo esperaba junto al río, con una sonrisa franca y una risa que se contagiaba. A medida que pasaban los días, la confianza crecía entre ellos.
Compartían secretos como si se conocieran desde siempre. Manuel le hablaba de sus miedos:
-A veces siento que no llegaré a nada... que la pobreza me va a tragar.
Mateo lo escuchaba en silencio, porque esas mismas palabras le pertenecían. Ambos eran dos espejos enfrentados, reflejando la misma angustia desde dos tiempos distintos.
-No digas eso -contestaba Mateo-. Lo importante no es lo que tienes ahora, sino lo que no dejas de soñar.
Manuel lo miraba, sorprendido, como si nunca nadie le hubiera hablado con tanta certeza.
Pero en Mateo crecía un peso. Por dentro, la rabia todavía lo quemaba. Cada vez que Manuel hablaba de su madre trabajadora y de un padre ausente, Mateo quería gritarle: "¡Ese padre eres tú! ¡Y me dejaste crecer solo!".
Una noche, incapaz de contenerse, estalló:
-Dime, Manuel.. ¿alguna vez piensas en lo que dejas atrás? ¿En lo que podría pasar si te vas sin mirar?
El muchacho lo miró sin entender, rascándose la cabeza. -¿Por qué me preguntas eso?
Mateo calló, sintiendo la garganta cerrada. No podía decirle la verdad... no todavía.
Capítulo 4 :La llamada
Los días en la vida real continuaban igual: trabajo, cansancio, soledad. Pero ahora había algo distinto: una pregunta que no lo dejaba dormir ni cuando estaba despierto.
Una tarde, después de enviar dinero a su madre, tomó el celular y la llamó. Al escuchar su voz cansada, sintió un nudo en el pecho.
-Mamá... necesito preguntarte algo -dijo con voz baja.
-Dime, hijo.
-Es sobre... él. Sobre mi padre.
Hubo un silencio largo al otro lado de la línea. Un silencio pesado, incómodo.
-¿Por qué me abandonó? -preguntó al fin Mateo, sintiendo cómo rabia le temblaba en la voz.
Del otro lado se escuchó un sollozo. -Hijo... no te abandonó.
Mateo no entendia y pregunto. -¿Cómo que no? ¡Nunca estuvo conmigo! Nunca lo vi, nunca me buscó...
-Porque no pudo, Mateo... -dijo su madre, con un hilo de voz quebrada-. Tu padre murió cuando eras apenas un niño.
Las palabras lo golpearon como una tormenta. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
-¿Murió...?
-Sí. Yo no quise que crecieras con ese dolor. Pensé que sería más fácil si creías que simpl 'e no estaba... pero me equivoqué. Te fallé hijo
ΕΙ celular temblaba en sus manos. Lágrimas gruesas le caían sobre la mesa. Todo lo que había sentido: la rabia, el vacío, la sensación de abandono... todo había sido un malentendido, un secreto que lo había perseguido en silencio.
Cuando volvió a cerrar los ojos esa noche, Mateo sintió miedo. Temía no encontrarlo. Temía que la revelación que había tenido en la llamada con su madre hubiera roto el hilo invisible que lo llevaba hasta aquel otro tiempo.
Pero no. Al abrir los ojos, ahí estaba. El mismo campo, el mismo río, y Manuel sentado bajo el árbol, lanzando piedras al agua.
-Llegaste tarde -bromeó el joven, sin levantar la vista.
Mateo lo observó con un nudo en la garganta. Ya no lo veía como un desconocido ni como un enemigo, sino como lo que en verdad era: su padre, solo que a la edad en que todo estaba por definirse.
-Perdona -dijo con voz entrecortada-. Es que... tuve un día difícil.
Manuel lo miró con una sonrisa sincera.
-Todos los tenemos. Pero aquí no importa. Aquí siempre podemos empezar de nuevo.
Mateo se sentó a su lado, intentando memorizar cada gesto, cada palabra. Sentía que el tiempo era un regalo prestado, y que debía aprovecharlo antes de que desapareciera.
Por primera vez en mucho tiempo, se permitió simplemente estar. No había rencor, solo una necesidad profunda de escuchar.
-¿Sabes, Manuel? -dijo después de un rato-. Eres más fuerte de lo que crees.
-¿Tú crees? -preguntó él, arqueando una ceja.
-Sí. Quizá no ahora... pero algún día.
Manuel rió, sin entender del todo. Y Mateo, por dentro, Iloraba de alivio.
Las noches siguientes se llenaron de conversaciones largas. Manuel le contaba sus sueños: aprender un oficio, ayudar a su madre, formar algún día una familia.
Mateo lo escuchaba como un hijo escucha a un padre, aunque en apariencia fuera al revés. A veces incluso sentía que estaba guiándolo, como si el destino le hubiera dado la oportunidad de cuidar a quien nunca pudo cuidar de él.
-No tengas miedo de equivocarte -le dijo una noche, mientras caminaban por el borde del río-. El miedo solo sirve para frenarnos.
-Hablas como si ya hubieras vivido más que yo -rió Manuel. Mateo sonrió con tristeza.
-Digamos que he aprendido a la fuerza.
Manuel lo miró fijamente, como si quisiera leerle el alma. -Eres extraño, ¿sabes? Pero me haces sentir... como si ya te conociera de antes.
Mateo bajó la mirada, tragándose la verdad.
En la vida real, los días seguían siendo duros: el trabajo lo agotaba, la soledad pesaba. Pero cada noche, al dormir, encontraba refugio en esos encuentros. Ya no era solo una amistad, era un puente roto que milagrosamente había podido cruzar.
Una madrugada, antes de despertar, Mateo se atrevió a decirlo en voz baja:
-Gracias por estar aquí, papá...
Manuel lo miró confundido.
-¿Qué dijiste?
-Nada -improvisó Mateo, sonriendo-. Solo que... gracias por no dejarme solo en este lugar.
Manuel le devolvió la sonrisa sin sospechar lo profundo de esas palabras.
Mateo despertó con lágrimas en los ojos, pero no de tristeza. Eran lágrimas de alivio, de haber encontrado lo que siempre creyó perdido: un pedazo de su padre.
Capítulo 5: El miedo al final
Cada noche, Mateo corría a dormirse como un niño ansioso. El trabajo duro, la soledad y las calles extrañas del país donde vivía se volvían soportables solo porque sabía que, al cerrar los ojos, lo esperaba ese mundo secreto.
Pero comenzó a notar algo extraño.
Algunas noches el sueño se retrasaba, como si costara más llegar al campo. Otras veces aparecía, pero el lugar estaba vacío, y Manuel tardaba en llegar.
Una madrugada despertó de golpe, jadeando. Había soñado que cruzaba el río y Manuel estaba al otro lado, llamándolo, pero por más que intentaba alcanzarlo, el agua lo arrastraba.
El miedo lo abrazó.
¿Y si los sueños terminan? ¿Y si de repente dejo de verlo para siempre?
Ese pensamiento lo atormentó todo el día. Al volver al trabajo, lavando platos bajo el agua helada, se preguntaba qué pasaría si esa puerta mágica se cerraba. Era como perder a su padre dos veces.
Esa noche, al lograr dormirse, lo encontró allí, esperándolo como siempre. Pero Mateo lo abrazó de repente, sin aviso. -¿Qué pasa contigo? -preguntó Manuel, sorprendido. -Nada... -mintió Mateo-. Solo que a veces siento que todo esto puede desaparecer.
Manuel sonrió y le dio una palmada en el hombro. -Mientras estemos aquí, nada desaparece.
Mateo quiso creerle, pero en el fondo sabía que los sueños nunca duran para siempre.
Pasaron los días, y la confianza entre ellos creció como raíces en tierra húmeda. Una noche, mientras caminaban por el borde del río, Manuel bajó la voz, como si compartiera un secreto que nadie más debía oír.
-Hay algo que no le digo a nadie, Mateo -confesó-. A veces siento que no voy a durar mucho en este mundo.
Mateo se quedó helado.
-¿Cómo dices?
-No sé... es una sensación. Como si la vida me hubiera dado menos tiempo del que quisiera.
Esas palabras lo atravesaron como cuchillos. Su madre ya le había revelado la verdad: su padre había muerto joven. Y ahora lo estaba escuchando de labios del propio Manuel, sin que él lo supiera.
Mateo quiso gritar, advertirlo, impedirlo. Pero ¿cómo se detiene lo inevitable? ¿Cómo se cambia un destino que ya está escrito?
Se limitó a cerrar los ojos y responder con voz temblorosa: -Entonces aprovecha cada instante, Manuel. No vivas como si tuvieras todo el tiempo del mundo. Ama más fuerte, sueña más alto.
Manuel lo miró con seriedad, como si esas palabras se le grabaran en la piel.
-Hablas como si fueras mi hermano mayor...
Mateo sonrió entre lágrimas. -Quizá lo soy. O algo parecido.
Ese instante quedó suspendido en el aire, como una verdad invisible entre ellos. Mateo entendió que esos sueños no eran eternos, pero también comprendió que mientras duraran, podía hacer lo más importante: devolverle a su padre joven la fe que la vida le había arrebatado.
Y, al hacerlo, también empezaba a sanar su propio corazón
Capítulo 6: El desvanecimiento
Las noches ya no eran como antes.
Al principio, los sueños duraban horas. Ahora parecían minutos. A veces Mateo apenas alcanzaba a ver a Manuel antes de que todo se deshiciera en sombras.
Una noche lo encontró sentado junto al río, tallando un pedazo de madera con una navaja.
-Mira, estaba haciendo esto para ti -dijo Manuel, y le mostró una figurita mal acabada que pretendía ser un pájaro.
Mateo la tomó con ternura, como si fuera un tesoro.
-Gracias... -susurró, sabiendo que ese regalo era lo único que podría llevarse de ese mundo.
El viento sopló fuerte y el paisaje tembló. Mateo sintió miedo. -¿Lo sentiste? -preguntó.
Manuel asintió.
-Sí... como si algo se estuviera terminando.
Mateo lo abrazó fuerte, sin explicar nada. Sabía que los sueños tenían fecha de caducidad. Y que el adiós estaba cerca
Esa noche, Mateo tardó en dormirse. Cuando por fin lo logró, el campo estaba distinto: el cielo más gris, el aire más frío.
Manuel lo esperaba bajo el árbol, serio, como si supiera algo que no se atrevía a decir.
-Mateo... si algún día dejo de aparecer aquí, prométeme que no me vas a olvidar.
Las lágrimas se acumularon en los ojos de Mateo.
-Eso nunca pasará. Aunque no te vea más, siempre estarás conmigo.
Manuel lo miró fijamente, con una expresión que mezclaba tristeza y alivio.
-Eres el mejor amigo que he tenido.
Mateo lo abrazó con todas sus fuerzas, sintiendo que era el último.
-Y tú... tú eres más que un amigo. Eres todo lo que necesitaba encontrar.
El viento volvió a soplar, fuerte, arrancando hojas y desdibujando el paisaje. Mateo intentó aferrarse a la imagen de Manuel, pero el mundo empezó a borrarse.
-¡Manuel! -gritó entre sollozos.
-Recuerda lo que dijiste... vive más fuerte -respondió él, y su voz se perdió en el aire.
Mateo despertó con el corazón roto y la figurita de madera entre sus manos.
Era real. Había cruzado con él.
Pasaron los años. Mateo siguió trabajando duro en ese país extraño. El dinero que enviaba transformó la vida de su madre: pudo arreglar la casa, comprar lo que nunca había tenido.
Pero lo más importante fue lo invisible. Mateo ya no vivía con rencor. Había entendido que su padre nunca lo había abandonado, y que su vida, aunque breve, había dejado una huella profunda.
Cada noche, antes de dormir, colocaba la figurita de madera junto a su cama. Era su amuleto, su puente con aquel pasado imposible.
Nunca volvió a soñar con Manuel. Pero en el silencio, en la soledad, sentía su voz, recordándole:
"Ama más fuerte, sueña más alto."
Y Mateo, con lágrimas que ya no eran de dolor sino de gratitud, sonreía al cielo.
La promesa estaba cumplida. Había dado todo por su madre.
Y, en el camino, había encontrado lo más valioso: la reconciliación con su padre y consigo mismo.
"La vida es un río que nunca se detiene: cruza con amor, sueña con valentía y deja que cada recuerdo sea un campo donde volver a florecer"
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