Un pie frente al otro

Arribó a la vida, en un desliz,

la encarnación de la resiliencia.

Y era una mujer.

Semilla engendrada por la valentía misma.

Criada en el seno de la cicatriz.

Florecida con osadía y sin escrúpulos.

Tropezó con el amor y dejó caer fruto:

un embarazo precoz.

Y el arquetipo reinó sobre su estado civil.

Madre diurna y estudiante nocturna.

Con orgullo dos títulos en un pecho,

y con el que sobraba, amamantaba.

Ha sido disparada con los «no puedes»,

agredida con los «no lo lograrás»

y apuñalada con los «no eres suficiente»,

mas ha pisado fuerte.

Ha clavado el surco porque ella somos todas.

Y planta el grito con la cabeza en alto.

Malabareaba en una nación

en deterioro progresivo.

Uno, dos, tres… y más de diez trabajos

antes de la adultez.

No cedió su fuerza en el mercado,

ni en el metro ni en la limpieza.

Ni aquí ni allá,

ni en la medicina ni en la oficina,

ni en la cancha ni en el estadio.

Sumergida en la fatiga

por ver la sonrisa de su niña

y por salir adelante

siempre con un pie frente al otro.

Y por ver la calma bajo un techo.

Haciendo caso omiso a la barbarie,

al asedio y a la impudicia.

Mientras cantaba que madrecita

del alma querida,

que en su pecho ella lleva una flor,

empacó un par de vidas

en un par de maletas viejas.

Con la sonrisa de su niña entre ceja y ceja

y con la necesidad de salir adelante

siempre con un pie frente al otro,

voló junto a ella sobre la inmensidad

de un mar y en la grandeza de un exilio.

Empequeñecía su hogar,

pero engrandecía la esperanza de paz.

Ahora vence el martirio de lo forastero.

Vence porque muchas no han podido.

La incertidumbre no es capaz de doblegarla.

En sus manos se siente el brío,

se siente el trabajo

y la añoranza y el sacrificio.

Esa mujer que arrasa con la vida misma,

que sale adelante siempre con un pie frente al otro,

que a veces resbala y a la que hoy yo le sonrío,

es mi madre.