Se dice que una vez, hace muchos, muchos años, se reunieron Dios y su hijo a hablar en voz baja al costado del río. Se miraron de arriba a abajo cuando se encontraron, contemplando lo poco que habían cambiado; apenas eran unas canas las que se escondían en sus cabellos, unas pequeñas arrugas las que se asomaban en sus rostros y sin embargo, en primera instancia no se reconocieron. El dolor había cansado sus ojos, el agotamiento se escapaba como grasa entre sus poros y ambos tenían algo que confesarse el uno al otro: Dios fue el primero en hablar.
“¿Cómo has estado?” El hijo dudó un segundo en responder, hasta que se decidió: “En serio? Enojado. ¿Cómo más voy a estar? me condenaste al sufrimiento, a ejercerlo. Sostuviste un espejo frente a tu rostro y marcaste en el vidrio el espacio negativo, los dolores que no podías permitirte nombrar los dejaste a mi nombre y me encomendaste el deber de cargarlos en mi hombro. ¿Cómo más voy a estar?” Esa tarde, mientras ambos hablaban con los pies en el río, un anzuelo se clavó en el pie del hijo, haciendo sangrar lágrimas asquerosas que Dios hubiera elegido no haber visto. Corrió la mirada.
“Lo que decís, aunque sea cierto, te hizo lo que sos hoy. Te volvió imparable y te mostró lo que sucede en el mundo. No hay recompensa más grande para mí que verte ahora así, hablándome con esa firmeza en el tono. Quizás no fue la mejor forma, pero era la única que serviría.” El hijo, harto de su fortaleza, dejó de ejercer presión en la herida de su pie lastimado. Dejó a su padre ver su sangre, lo obligó a mirarla. Dejó que llene un charco en el suelo y empapó sus manos de dolor. “Esto no es fortaleza, papá. Esto es solo odio. Esto es guerra, hambre y violencia. Hiciste de mi cara la imagen de la maldad. Me desterraste de mi hogar con la excusa de volverme un diablo necesario con el que pudieras compararte y ganar. Me condenaste a una vida de mirar al costado frente al desconsuelo ajeno. Me volviste rey del desamparo, obligado a vivir en la sombra, a ser la sombra, tu sombra”
Dios, cansado de los reclamos, se paró y caminó en círculos, no podía permitirse enojarse.
“No sos mi único hijo y, como decís, era lo necesario.”
“Pero, ¿por qué yo?”
“Porque sí eras el único que podía aguantarlo.”
Esa tarde, Dios y Samael anduvieron por el claro del camino. Compartieron risas rememorando momentos que anteceden hasta al mismo tiempo, tan antiguos que ninguna palabra de este mundo podría explicarlos. Hablaron de la humanidad, el planeta, el lenguaje y el capital; coincidieron en que, al final, el mundo no necesitaba un diablo porque ya estaban ellos acá. Se toparon con una plaza y se sentaron en las hamacas a ver el sol morir.
Cuando el ultimo rayo amarillo se achicaba en el piso, Dios dijo:
“Hijo, si yo alguna vez te pidiera perdón, ¿me perdonarías?”
“Si, papá. Estoy harto de decir que no.”
Luego del incómodo adiós, Samael llegó corriendo a su casa a buscar un lápiz y un papel, en el que escribió:
"Acordate: el cemento y las heridas se secan con calor.
Tuve un sueño fantástico esta tarde: me pedías perdón y yo te decía que no.
¡Que hermoso sería ver una escultura derrumbarse con el golpe bruto de su propio escultor!
mientras tanto me conformo con ver a un padre doler
la sangre que su propio hijo
derramó
para él"
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