Un octavo verano, salí del caparazón que aislaba mi conciencia. Ese que me tenía atrapado a la punta de tus dedos. Por mucho tiempo intenté sanar entre los pliegues bajo la ropa, dentro del océano helado de tu ausencia.
Me conduje hasta una brecha desierta, un lugar donde el aire está intoxicado por el vapor de tu sonrisa, donde el sol y la luna ya no son más que el reflejo pupilar de tus circonias. Quise perder tu huella en el olor de las violetas, en el ondear brillante de pinceladas frías, vaciándome al fondo de una máscara que ya ni me pertenecía.
Y entonces apareció ella.
Una risa preciosa, ligera, como una radiante estrella invadiendo mi gris cielo.
No pude evitar encontrar en ella la cura del delirio, tu olvido.
Era apenas un año menor que yo, pero tenía una suavidad en la palabra, en la mirada, en el tacto. Y fue un febril beso el que me hizo desnudarme el alma, permitirle ver mi dentro, entregarle el espacio que alguna vez fue de tu pertenencia.
Ella no eras tú.
Y yo, quizá, ya no era yo.
Al que fui contigo, hacía tiempo le había perdido el rastro.
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