Hay un lugar muy dentro, más adentro que el pecho y más callado que el pensamiento, donde todo es celeste clarito.
Un celeste que no grita, que no exige, que apenas toca… como el reflejo del cielo en el agua cuando no hay viento.
Ahí, la sensibilidad no lastima, es suave. No pincha, no desborda: simplemente siente.
Y al sentir, se vuelve agua. Agua tibia, contenida, que no huye ni golpea. Agua que fluye. Eso es la paz: cuando algo fluye sin romperse.
En ese lugar, todo es liviano. No hay peso que apretar ni máscara que sostener. Solo una inocencia pequeña, muy pequeña, como una hoja de luz flotando en la sombra.
No hay que demostrar nada. Solo estar.
Ahí vive la comodidad verdadera, la del hogar interno,donde no se teme al silencio porque el silencio no es vacío, sino abrazo.
Un cielo blanco. Blanco como la rendición dulce,como la entrega de quien ya no pelea consigo mismo.
Pero para llegar, hace falta paciencia.
La ternura no se fuerza. La paz no se toma. Se recibe.
Y para recibirla hay que aprender a abrazarse en lo que una es, a soltar la urgencia, a respirar en lo simple.
Como quien aprende a quedarse quieta en medio del agua sin hundirse.
Y entonces, un día, sin darnos cuenta, estamos ahí.
En paz, donde todo es suave. Y suficiente.
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