¡Piedad, mi cielo!
Aún vislumbro la niebla en este corazón.
Mis pilares palpan el frío de la quietud;
mi sangre es témpano,
y mi casa porta el tamaño del vacío.
Se ha acostado este cuerpo,
carcelario, untado de olvido,
junto al racimo del desamor,
debajo de mi remanso.
Y me encuentro sufriendo.
A su intención filosa
no he querido dejar de idealizar;
pero entierra su jovial ímpetu
en la herida que no debo escarbar.
Es mi ponderante corazón,
el que no sabe corresponderte,
aun cuando escribo epístolas solitarias
bajo el deseo luminario del presente.
Me velan los ásperos muertos,
entre el folklore de lo añejo
y las amapolas que se mecen
en los sepulcrales pasados.
Me ven partir hacia vos.
Me veo por encima de la trascendencia
cuando tu espíritu atraviesa mis sueños.
Madre —regina caeli et terrae—
¡estoy sufriendo!
Mi corazón vuelve a amar la cadencia
de un latir afín a mi existencia.
Me persigno ante sus ojos,
o los pierdo… como perdí antes
los rumbos crípticos del amor
que me predicaban la eternidad.
Y entonces traspaso mi interior,
para obsequiarle el corazón,
que será besado por sus nervios,
por su incesante señal de que
no mancha mi nombre de huidas.
Me destina a transformarla en arte.
Es inevitable el destino de un amor
que roza el filo del cielo y el calvario.
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