Hay una verdad que nadie te dice cuando sos chica: hay personas que nacen para ser amadas, y otras que simplemente existen. Y existir no es suficiente.
Desde siempre lo supe, aunque tardé en entenderlo. Lo supe cada vez que me esforcé hasta el agotamiento para que me miraran y aun así eligieron a otra. Lo supe cada vez que sentí que al fin tenía un lugar en la vida de alguien y, de un momento a otro, me borraron como si nunca hubiera estado ahí. Lo supe cada vez que me reemplazaron sin dudarlo, sin siquiera mirar atrás.
Duele. Dios, cómo duele. Duele la espera antes del abandono, cuando todavía están, pero ya no de la misma manera. Duele la certeza de que no importa lo que haga, lo que dé, lo que sea, nunca va a alcanzar. Siempre va a haber alguien más importante, alguien más querida, alguien que, sin siquiera intentarlo, va a ocupar el lugar del que yo siempre termino cayendo.
Y lo peor es que no puedo culpar a nadie. Porque nadie me obliga a quedarme cuando ya sé cómo termina esta historia. Nadie me pide que me aferre con desesperación a quienes tarde o temprano van a soltarme. Nadie me promete que esta vez va a ser diferente. La única que insiste en quedarse soy yo. La única que todavía no entiende que hay personas que no fueron hechas para ser elegidas, sino para ser olvidadas.
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