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    Un falso augurio de sensatez

    Feb 20, 2024

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    Un falso augurio de sensatez
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    Toledo subió al bondi entre la polvareda de la parada y el viento que rompía con cada una de las estructuras del espacio-tiempo. Sus ojos sentidos, su ceño fruncido y su rostro bifurcado mostraban denodadamente la expresión alicaída que el jovato sostenía. Su voz profunda, grave y ruda pero lenta y calma, parecida a la de cualquier protagonista de un “western” de los años cincuenta, notaba su fatiga, su edad y la historia de vida detrás de la construcción de su persona.

    Él con su máquina de cortar pasto y su mochila demolida, yo con mis libros de estudio. Empero, el sentimiento era el mismo, o al menos yo lo sentía así. Pues recuerdo que Analía, la sobrina de don Toledo -como lo conocían en el barrio-, me contaba de la situación de su allegado. De sus dolencias diarias: las piernas entumecidas, las puntadas en el pecho y espalda, la fatiga y la tos constantes; el quejido de sus huesos, el cansancio matinal y el tormento de las presiones en su cabeza. Porque no sólo era la polvareda la causante de su mirada tosca y malaguera sino que el dolor y el cansancio físico lo mantenían amedrentado hasta que llegaba al cómodo sillón de su fría casa, y reposaba. Descansaba del desgaste físico que el día entero lo había forzado a ejercer. 

    Toledo apenas había terminado las enseñanzas primarias y su vida se caracterizó por la migración constante entre provincias que muy diferentes eran entre sí. Hasta que, a finales de los años cuarenta y luego de pasada su adolescencia, terminó en un conglomerado de trabajadores que buscaron donde asentarse a las afueras de la capital federal. Muchos compraron terrenos a arrendatarios de las zonas dominicales, que utilizaban las altas clases sociales de la capital como casas de veraneo o de descanso de la ciudad los fines de semana. Pero don Toledo terminó ahí no por mérito sino por consanguinidad. Su hermano, también trabajador migrante, había conseguido adquirir (no de la mejor forma) un lugar al sur, siempre al sur de la capital. El destino corrió y, por cuestiones de la propia vida, conocí a Analía el día de mi cumpleaños, con quien tuvimos una larga y extensa charla. Allí me contó acerca de su tío y de la sensación de falta de vida que veía en su rostro, en su piel y en su constantes olores a tabaco y nicotina. Ese hedor pegajoso y, de cierta forma, adictivo. 

    Pensé, entonces, cuán absorbida está la felicidad en la cantidad de estímulos posibles. ¿Es el estímulo parte de esa felicidad que nos quita vida pero que, asimismo, se traduce en una experiencia de lo adictivo? Fue así que tomé la gaseosa que tenía en mi mochila y observé: jarabe de malta de alta fructosa, ácido ascórbico, agua carbonatada y muchos INS. Resonó, así, en mi mente: “jarabe de malta de alta fructosa”… y se hizo eco en mi memoria y se transformó en un pensamiento recurrente. ¿Qué era el jarabe de malta de alta fructosa? ¿Qué diferencia tienen esos muchos INS con el alquitrán y la nicotina que contienen los cigarrillos que fuma don Toledo? No hubo mucho márgen para encontrar esperanzas en todas esas preguntas, de hecho sólo me encontré con un mar de escepticismos varios. Lecturas que sopesan mis párpados y destiñen mi alma.

    No obstante, una tarde de verano visité a Ana, quien me recibió con unos mates y unos característicos bizcochos salados: llenos de todo eso que aún recorría mi mente. Lo peculiar de ese encuentro fue que esa tarde, durante mi visita, se acercó don Toledo desde su posada a la mesa que compartíamos con Ana. Desganado, taciturno y con su particular voz entonó un: -¿Puedo?- Sobreentendimos el gesto y asentimos y lanzamos una sonrisa elocuente y cálida en pos de acudir por esa bienvenida.

    Luego de varias charlas banales y de haber perdido la cuenta de la cantidad de infusión que habíamos ingerido, el “tío Toledo” lanzó un profundo suspiro nasal y exclamó: -Andamos buscando excusas para no ver los sinsentidos de todo esto. Nos envenenamos; nos enamoramos y nos arrebatan esa sensación de poder que se traduce en una envestidura que podría caber en la palma de nuestras manos-. El mate rugió en su típico y estridente sonar y don Toledo continuó: -Andamos buscando maneras para olvidarnos de que el tiempo, este tiempo, nos tiene atados a todos esos lugares de los que vinimos. Somos como ese perro cojo que aún quiere correr, con la salvedad de que estamos constantemente observando qué es lo que hacen los otros perros. No por buena fe, sólo para sentirnos mejor con nuestra miseria. No le damos respiro a nuestro cuerpo-. Y, en sus últimas palabras, volteó como si fuese dirigido hacia mí e inmediatamente soltó: -Creemos ser libres pero somos gente triste y olvidada… deprimida, enojada. Trabajamos para bancar la soledad de nuestros pequeños espacios y para soportar nuestras adicciones. Ustedes, changos, la tienen más difícil. Porque nosotros empezamos a fumar por guapos… pero ustedes están condenados a ser adictos a las pantallas, a los falsos besos, a los desamores… al odio-. Tomó un mate más, lo dejó sobre la mesa y dijo: “Ojalá la condena no los despierte a mi edad queriendo seguir con vida”. 

    Elías Brizuela

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