No le gusta escucharla llorar, nunca le ha gustado, pero ahora, ciertamente lo extraña. La sensación de que aún tiene cabida en su corazón sensible, un espacio que ocupar. Pero ella no lo hace, ni una lágrima. No deja más que un grito de despedida y agarra todas sus pertenencias para volver a su pueblo natal. O quizás a otro lado. Ella suele irse para olvidar el acecho del peligro, el descontrol inevitable de sus vidas.
Lejos de él, ella estará más tranquila, por un tiempo. Y lo sabe.
Se prepara entonces para un sinsentido de tiempo, una extensión casi infinita de despojo a la que se ha acostumbrado. Las primeras veces creyó que no era su culpa, pero ahora sólo observa su reflejo deformado en una botella vacía; el paso del tiempo, la necesidad enfermiza de arriesgar todo por un subidón.
Se pregunta si ya está demasiado viejo para esto, para derramar penuria hambrienta a las afueras del bar. Noche a noche, entre búsquedas inútiles de trabajo. Soldar por aquí y allá, algunas construcciones, pintar paredes, desarmarse para otros y para sí mismo.
Esa noche, un hombre extraño lo mira a la distancia. Fuma en silencio y recorre su cuerpo con ojos agudos, de arriba a abajo.
Siente ese calor, ese recuerdo. Pero se abstiene.
Tiene la fugaz idea de pulsar una navaja en su cuello, suave, pedirle que vacíe sus bolsillos. El hombre parece más alto, quizás le doblaría un brazo para defenderse y lo empujaría contra la pared con una mano firme en su garganta. Lo piensa, allí en la oscuridad, desvergonzado ante la cautelosa mirada del desierto.
Algo que se retuerce lo impulsa a dejar el lugar, porque no puede, porque ha pasado poco tiempo.
Piensa en su esposa como si fuera una imagen sagrada, porque lo es, pero bien sabe que eso jamás lo ha detenido. Se traga la hipocresía y camina lejos del lugar, a pasos torpes. No le toma demasiado tiempo subirse al vehículo y encender el motor.
Regresa mentalmente a esa mirada en la oscuridad; sin rostro, sin alma, ojos hambrientos que no dejan de regresarlo en el tiempo.
Agarra una lata de cerveza que encuentra en el asiento de copiloto apenas toma la ruta de salida. Desértica, vacía y tragada por la noche. Acelera sin rumbo y abre la lata. El líquido se derrama en burbujas, explota y se vierte sobre su regazo. Lleva las ventanas abiertas, el viento contra la ropa le provoca un escalofrío. Bebe un sorbo largo y se observa; endurecido y acalorado bajo la tela húmeda.
Piensa en él, en el pasado y, por ese instante, en nada más.
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