Hoy, 3 de noviembre, celebramos el Día del Hincha de Chevrolet. Y también, en esta misma fecha, pero de 1911, nació mi abuelo: un hombre íntegro, capaz de suavizar la dureza de aquellos años con gestos de comprensión y respeto. Fue él quien, sin imponer mandatos, supo acompañar la elección de su hijo de nueve años, que ese domingo de 1948 decidió cambiar de escudería y de historia.
Por eso, en este día que une la pasión por el TC con la memoria familiar, elijo volver a compartir un texto que escribí hace algunos años. Porque cada palabra guarda el brillo de una mirada infantil, el rugido de un motor que se vuelve símbolo, y el gesto amoroso de un padre que peina el flequillo como quien bendice un destino.
Sabía que ese no iba a ser un domingo cualquiera. La noche anterior casi no había dormido. La ilusión que le generaba ese paseo no lo dejaba pegar un ojo. Con nueve años recién cumplidos, era la primera vez que iba a salir solo con su papá. Ni mamá, ni hermanos. Se sentía importante. Esta vez, ser el mayor tenía premio.
Apenas amaneció, ya estaban listos. Tomó a borbotones el tazón de leche caliente mientras su padre ponía en marcha el camión. Corrió hacia él, y antes de treparse, su madre le acomodó ese suave y rebelde mechón de cabello lacio sobre la frente. Entonces sí, abrió la puerta, saltó al asiento, se acomodó y la cerró. Su padre se inclinó, levantó una mano y, a través de la ventanilla baja, le dijo a la madre:
—No nos esperes. No sabemos a qué hora volvemos.
Y arrancó.
Se dio cuenta de que en su cara se dibujaba una sonrisa. Esa mañana, el habitual ronquido áspero del motor del camión sonaba tranquilo, casi melodioso.
—Papi, hoy no se ahogó —dijo.
—Es que está contento. Hoy no trabaja. Sale de paseo.
En esa respuesta, también vio que su padre había cambiado las marcas de cansancio por pequeñas ráfagas de luz. Entonces pensó: “Mi papi hoy está feliz”.
No iban muy lejos, así que en poco tiempo llegaron. Encontraron a su padrino y a varios conocidos más. Le pareció que hasta saludaban diferente. Nunca los había visto tan entusiasmados. No había dudas: ese domingo todos habían dejado la pesada carga de la rutina en un rincón.
Al cruzar el pequeño monte, ya se sentía un clima distinto. Bajo la sombra de los árboles, algunos improvisaban desayunos sencillos, otros comenzaban a encender el fuego para el asado del mediodía, y la mayoría corría hasta la vera del camino para conseguir los mejores lugares. Ahí, a pocos pasos, se abría la ruta. A un lado y al otro, había gente. La atmósfera era especial: la algarabía colectiva parecía formar arcoíris suspendidos en el aire, y se percibían aromas únicos.
Eran tiempos de carreras en rutas con circuitos mixtos de tierra y asfalto. Y ese día, el universo parecía haber conspirado para que todo sucediera tan cerca de su casa, permitiéndole ser parte de esa ceremonia que comenzaba mucho antes de que las cupecitas pisaran el polvoriento camino.
El Turismo Carretera se venía forjando con espíritu federal, recorriendo muchos puntos del país, mientras la pasión de sus seguidores cobraba más y más fuerza.
Por entonces, la historia del TC ya había visto nacer el gran clásico, a partir de los duelos entre los hermanos Gálvez y Fangio. Grandes amigos que, en competencia, se volvían rivales.
De repente, estalló el aplauso y los gritos de euforia. Las arengas para unos y otros, sumadas al ruido de los motores, formaron un concierto magistral e inigualable.
Ya estaban ahí, veloces, casi mágicas. Sus ojos no daban crédito a lo que veían, y en segundos su imaginación transformó esas máquinas en caballos, como los que había leído en Ben Hur. La multitud, como en aquellas cuadrigas del coliseo, deliraba igual.
Era todo tan o más fascinante que su historia favorita. Los colores no eran los mismos, pero alucinó con ver a quienes su padre y amigos alentaban, dominando preciosos equinos de brillante pelaje negro. Gritó animándolos junto a ellos. Sin embargo, en un segundo, se quedó sin habla. Lo que vio pasar como un rayo fue un suspiro de extraordinaria belleza. Vestían otros pigmentos, pero para él eran espléndidos corceles blancos. Era una máquina, sí, pero ahí estaba: todo se volvió silencio, y solo pudo escuchar el rugir de ese motor diferente al resto. Líneas, fuerza, casi perfección. La pericia de su conductor: pulso, acierto, ingenio, gracia y soltura bajo esas antiparras y un mameluco cubierto del polvo del camino.
Cuando recobró el aliento, la belleza ya se había perdido en el horizonte. El bullicio seguía, pero él ya lo sabía. Nada ni nadie lo haría cambiar de idea.
Ese domingo de 1948 fue el día que mi padre conoció a Juan Manuel Fangio y decidió, rompiendo todo mandato familiar, ser hincha de Chevrolet.
Un año más tarde, el mundo entero conocería de lo que era capaz el Chueco de Balcarce, al punto de convertirse en uno de los más grandes pilotos en la historia del automovilismo mundial.
Pero volviendo a los puntos suspensivos en que quedó mi historia, podría escribir que, al regresar a casa, una vez sentados en el camión, antes de darle arranque, mi abuelo miró a su niño y vio en sus ojos luminosos brillitos con forma de moño. Sonrió, porque supo que no había vuelta atrás. No existía chance siquiera de intentar dibujar un óvalo. Le acomodó el suave y rebelde jopo sobre la frente y se pusieron en marcha.
Mucho tiempo después, yo no tenía nueve sino cuatro años, y no era la ruta sino un autódromo, cuando tuve el primero de los muchísimos domingos con mi padre disfrutando de nuestra pasión por el TC. Ni bien cruzamos el emblemático arco, supe que esa sensación me acompañaría siempre. Claro, yo no tuve que decidir nada, porque nací con el moño que mi papá me pintó en el corazón. Solo sé que ese día, seguramente también mis pequeños ojos brillaron de manera especial, porque mi papi, con mucha suavidad, acariciándome la frente, me peinó el flequillo.
Es por eso por lo que tantas décadas después, hoy, como entonces, el rugido de ese motor sigue resonando en mi corazón. No es solo una marca, es un lazo. Y cada vez que el viento me despeina el flequillo, sé que mi padre está ahí, recordándome que nací con el moño pintado en el alma.

Miriam Rodriguez Roa
Crea cuentos que ritualizan vínculos y emociones. Su obra honra linajes y transforma gestos en memoria viva.
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