Hacía muchísimo calor aquella tarde de domingo. En la calle de enfrente al apartamento de Javier, desfilaban como hormigas —al menos así lo percibía él desde el 5to piso de aquél edificio— simpatizantes de los dos clubes más laureados de su país. Pero él no era una persona a la que le gustara el fútbol, por lo que aquél acontecimiento le era totalmente indiferente.
Javier estaba a dos días de cumplir veintiséis años, su tío político Francisco era el único familiar cercano con el que contaba para pasar su aniversario, ya que sus padres habían fallecido en un accidente de tránsito cuando él tenía dieciocho años. Por otro lado, contaba con una hermana a la que había dejado de ver cuando este recientemente había cumplido veinticuatro años, dado un conflicto con su cuñado que lo llevó a apartarse de lo que quedaba de su familia.
Francisco había representado para Javier un padre “sustituto”, un padrino con el que contó para toda su introducción al mundo adulto. Le había conseguido su primer trabajo como ayudante en una ferretería reconocida en su pueblo y en el que había permanecido durante cinco años hasta la quiebra de dicha empresa tras el fallecimiento de don Jacinto, su dueño. Además, era el que se encargaba de darle consejos en todo lo que respectaba a los problemas cotidianos de un joven de clase media que siempre sorteó su vida a una especie de supervivencia económica y emocional que en ese momento representaba el mundo adulto..
Unos dos meses antes de aquella calurosa tarde de verano, Javier había comenzado a trabajar en una carnicería en la capital del país. Las jornadas se le tornaban largas allí, el estar lejos de su pago no le hacía feliz, la añoranza de los ritmos de vida en su pueblo se basaban en la urgente necesidad de su cuerpo de levantarse a preparar el mate por la mañana temprana para poder comenzar “bien” el día, dirigirse en una bicicleta vieja a la ferretería en la que trabajaba, el poder regresar a su casa para el almuerzo en el mediodía, la siesta a las dos de la tarde y el reintegrarse nuevamente al trabajo a las cuatro cuando comenzaban a abrir los locales comerciales de su pueblo.
Su vida pasó de una rutina de eterno retorno que se mostraba calmada y adormecedora, a una que implicaba el perder horas de vida dentro de un ómnibus para llegar a destino, donde la gente se volvía cada vez más extraña día a día, los rostros no dejaban de ser de cansancio como en los de su pueblo, pero ahora tenían el detalle de estar sobreexcitados de movimiento, de figuras que se mueven de aquí para allá sin propósito alguno. Ya no eran las ruedas de su bicicleta las que giraban, no era su cadena engrasada saltándose día por medio generando una especie de sorpresa en su rutina pueblerina, era ahora el sonido de las bocinas, el insulto de una señora que casi se queda sin subir, el beatbox que comenzaba a sonar y mezclar su ritmo con el de las monedas que se iban rozando dentro de aquella gorra.
Cuando llegaba al trabajo, ya no era la organización de las atornilladoras torx, diferenciadas de las de “pala” o de aquellas que eran hexagonales. No estaba allí la vecina pidiendo un cosito para arreglar la cosa de madera que tenía en la casa que había alquilado debido a su divorcio por infidelidad. Ahora era el hedor a sangre de los vacunos y ovinos que se desfilaban en serie a lo largo de aquél frigorífico, eran las sierras deslizando sus dientes de metal en el cuerpo muerto de aquellos animales que se encontraban allí dispuestos para que en pequeños trozos se volcaran en los platos de algunos de los vecinos de aquél enorme barrio de la ciudad.
Y llegaba su media hora de descanso, la carne que veía durante horas colgada ahora se encontraba entre los panes que conformaban su almuerzo, una simple hamburguesa. “¿Acaso no sucedía lo mismo con el ser humano?” —meditaba mientras terminaba de “almorzar” — “¿No nace uno como carne y hueso y termina luego como hamburguesa?”. Tras esas absurdas meditaciones, volvía a su trabajo a cumplir nuevamente sus alternadas funciones como carnicero.
Ya eran las siete de la tarde de aquél sábado, el último antes de que algo cambiara para siempre en la vida de Javier, ese día no había hecho horas extras, se encontraba cansado y deseaba llegar a su casa para poder dormir. Resulta que el tráfico de aquella tarde se encontraba candente dado a que el día se apreciaba agradable, era fin de semana, los jóvenes estaban de vacaciones y los planes de muchas familias constaban de ir a la playa, al parque, al shopping y todos los espacios públicos donde la gente pareciera estar feliz. Toda esa aura de felicidad social hizo que llegara tarde a su apartamento de “2x2”, y esto provocó que perdiera su siesta vespertina, que solía tomarla para recuperar el tiempo perdido que comprendía entre el momento en que se levantaba, se bañaba, se preparaba un breve desayuno y se tomaba aquella larga hora y media de viaje a su trabajo.
Esa tarde optó por prepararse un mate y prender la televisión, era la hora justa del informativo local. Aún se buscaba a la joven Romina que había desaparecido hace ya una semana atrás y el narcotráfico parecía apoderarse cada vez más de los barrios trayendo consigo una ola de violencia en las calles. Para un joven que venía del interior del país, esto siempre generaba algo de preocupación, pero se terminaba olvidando en los quehaceres de la rutina. Después de todo uno no puede vivir del miedo, menos si toda esa violencia ya hace parte de lo cotidiano y deja de ser miedo pasando a ser simple precaución.
El día siguiente era domingo, Javier entraba a la una de la tarde ese día. La noche anterior, antes de dormir, había recordado gracias a una publicación en redes sociales, que ese mismo domingo ocho de febrero se jugaría el clásico de fútbol de su país. Como lo había anticipado al inicio de esta historia, a Javier no le gustaba el fútbol, por lo que aquél posteo le sirvió simplemente para recordar que en dos días cumpliría sus veintiséis años.
La mañana de ese domingo se presentaba calurosa, las moscas rodeaban las pocas frutas que disponía en un cesto ubicado al centro de su mesa. El ambiente anticipaba un domingo más, el sonido lento de un piano que provenía del apartamento de al lado lo empezaba a sofocar más que el propio calor del día. No era molesto por su sonoridad, sino por lo que provocaba en su humanidad: soledad.
Siempre se ha dicho que el domingo tiene un deje de tristeza en su composición, y no hay sol o verano que lo reviva, y la llamada que recibiría Francisco en aquél momento daría cuenta de lo sepulcral que puede llegar a ser un domingo para el que la vida no le es muy agradable.
— “Hola, ¿quién habla?” preguntó Javier, que se encontraba por alguna razón, inquieto.
— Buenos días, le habla Pablo desde el Hospital Central. ¿Es usted el señor Javier Olivarría Fuentes?
—Así es —inquirió Javier, agitado.
— Le queremos informar que el señor Francisco Echegoyen fue trasladado a este hospital con múltiples heridas en el torso, y que, lamentablemente, falleció minutos después de ser ingresado a urgencias. Nos hemos comunicado con usted porque es el único contacto al que pudimos acceder.
El silencio había corroído por completo aquél edificio en el que se encontraba, el zumbido de las moscas había desaparecido, aquél insidioso tono triste del piano había dejado de sonar, como si se compadeciera de aquél diminuto humano e incluso de aquél caluroso domingo de verano.
— Necesitamos que venga al hospital para llenar algunos formularios y responder algunas preguntas ante la justicia para esclarecer los hechos.
—Está bien —contestó fríamente Javier, cortando la llamada
En aquél momento eran muchos los pensamientos que rondaban por la cabeza de Javier. El primero de ellos fue preguntarse con quién pasaría su cumpleaños, después recordó a sus padres, luego a su hermana, en su presente fermentado de ausencias, de su trabajo de mierda, de no encontrarse en ninguno de los lugares en los que se encontraba.
Al mirar por la ventana que daba a aquella calle transitada, observaba a aquellos simpatizantes que con cánticos y bengalas se dirigían al estadio. No sabía muy bien qué era lo que movía a aquella gente, pero había allí una vitalidad inexplicable que hubiese querido alguna vez sentir. Ya era hora de partir.
Era diez de febrero finalmente, la portada de los diarios anunciaban el triunfo de los Albos por dos tantos a cero a su clásico rival, las redacciones continuaban con la escalada de violencia en la ciudad durante el mes de febrero, una gráfica que mostraba el aumento del costo de vida en el país y casi como en pie de nota: un cuadro comparativo de “los países más felices del mundo”. Un día más para alguien más que cumple años.
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