Un demonio en el pasillo
Esta misiva no tiene un destinatario en particular ya que es un modo, mi modo íntimo, de gritarle al mundo esto que me asfixia. Sobre aquel encuentro que tuve con ese ser diabólico. Con ese monstruo infecto.
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Seré franco. Admito que dejar testimonio de este acontecimiento que tuvo lugar durante mi infancia por este medio, en carácter epistolar, me da algo de pena. Es que nunca se lo he podido contar a alguien. Me siento incapacitado al respecto. Y es que la intención de comunicarlo jamás me fue escasa, puesto que no me es relevante el qué dirán ni menos si mi cordura es puesta en tela de juicio. Es que no puedo. Hay algo, siento yo, relativo al orden del miedo que me bloquea.
Ya hace algunas semanas que ese recuerdo ha regresado y me embarga. Tengo la sensación de encontrarme secuestrado por él, últimamente, como si su fantasma aun rondara por mis alrededores a toda hora. Y es tanto o más así que he empezado a tener problemas de insomnio al respecto.
Reconozco que me caracteriza el atributo de poseer una buena memoria a instancias de poder recordar experiencias tan antiguas que remontan hasta el jardín de infantes, como punto límite. Y si bien es verdad que he recibido elogios, como si de una virtud se tratase, confieso que está lejos de ser un don fortuito al implicar que algunos recuerdos se mantengan vívidos y clarificados aun cuando, si de mí dependiera, preferiría que hayan sido desterrados al olvido. Son algo como así fragmentos del tiempo que quedaron impresos en una mente frágil como la de un niño y que suelen regresar involuntariamente como recordatorio de lo que atestigüé.
Aclaro que esto lo hago por una recomendación; por consejo de mi terapeuta. Ella alguna vez me dijo que la palabra cura. Que poder formular, de alguna manera, las cosas que a uno lo abordan resulta terapéutico. Otra cosa que me indicó es que el habla no es la única manera en la que uno puede descargarse, y es por eso es que he escogido a la escritura para mis fines. Eso sí, ella también integra ese grupo de personas a las que no le pude contar lo que me pasó. Me da curiosidad saber cuál será su expresión al leer esta nota, porque algo me dice que ella ni por asomo considera dentro de las posibilidades lo que sigue a continuación.
Es una persona muy inteligente y noble, y me ha ayudado mucho cuando lo necesité. Es por eso que pensé en darle una oportunidad a la escritura para desahogarme, apelando a su propuesta. Al fin y al cabo, ¿qué puedo perder?
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A propósitos orientativos dedico el siguiente espacio a ilustrar la disposición que mi hogar tenía en ese entonces, para la mejor compresión del lector (adjunto diagrama [portada del cuento] elaborado por manuscrito). Nuestra casa, ubicada en el barrio de Claypole, localidad del sur del conurbano bonaerense, en aquellos años contaba con dos grandes habitáculos donde uno se hallaba subdividido en dos habitaciones destinadas una a mis padres y otra a nuestro cuarto que compartíamos con mis dos hermanas. El segundo habitáculo era un comedor muy amplio que tenía una extensión que oficiaba como baño, temporalmente. Ambos espacios estaban unidos por un extenso pasillo cual presentaba, más cerca del extremo del comedor, una puerta que daba ingreso a un cuarto que en un futuro sería el nuevo baño. Para entonces solo era un espacio en construcción, sin corriente eléctrica y empleado para guardar materiales y otras cajas con objetos de poco uso habitual. Fue allí donde lo vi...
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Corría el año 1997. Era un mañana estival cuando nos encontrábamos solos con mi hermana, seis años mayor a mí, debido a que nuestra hermana mayor iba a la secundaria durante el turno matutino y nuestros padres, al tratarse de un día laboral, se hallaban ausentes por razones de trabajo. Teníamos, ella y yo, unos 12 años y 6 años respectivamente. Aquella condición de quedarnos solos, por temas económicos de fuerza mayor, cobró un carácter frecuente.
Fue un periodo de mi vida que lo recuerdo con bastantes inquietudes, con un gran pavor a quedarme solo, y ni hablar del miedo atroz que tenía a la oscuridad cual se me presentaba como una de las peores condenas. Las veces que me veía envuelto en ella, en espacios cerrados de mi casa o durante la noche al levantarme para ir al sanitario, experimentaba una sensación de soledad y desamparo ante esa vista lúgubre como si se presentase habitada por lo desconocido.
Experiencia estremecedora que aun hoy día, al ser adulto, me rememora a esa soledad juzgada como un abandono abrupto en un silencio eternizado que no deja de evocarme melancolía. He llegado a creer, por esto, que tal vez en ese momento fue mi propia imaginación la que me introdujo, jugándome una mala pasada, a ese encuentro terrorífico como es común que nos suceda a todos a esa edad. Sin embargo algo no me cierra. Por más que lo he pensado entendí que, ni a expensas de una imaginación delirante, se es capaz de formar una imagen tan real, tan cruda, tan macabra, como la que tuve la desdicha de contemplar aquella mañana.
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Serían alrededor de las 9 AM cuando nos levantamos, como era de costumbre con mi hermana, para tomar el desayuno e ir terminando los deberes para ir a la escuela por la tarde. Para trasladarse de la pieza al comedor era necesario cruzar por ese pasillo largo que mencioné con antelación no sin antes de llegar al otro extremo, tener que pasar obligatoriamente por ese cuarto que, al no tener ventanas laterales salvo un pequeño respiradero en el techo, se encontraba a oscuras en casi toda su totalidad salvo pequeños momentos cercanos al mediodía cuando se colaban por las hendijas algunos haces de luz.
Cuando pasaba por esa sección del pasillo recuerdo divagar hablando en voz alta, a modo de juego, y llevando la mirada en sentido opuesto al marco de la entrada. Y es que no solo se trataba de la oscuridad sino de lo que desde allí dentro se escuchaba. Llegó a ser cotidiano hallarme jugando en el comedor con mis juguetes y que de improvisto se oyeran ruidos aislados en esa dirección. Bolsas y cajas allí apiladas y conservadas para su futuro empleo comenzaban a moverse. Cierto es que jamás vi nada que haya cambiado su posición, siempre que la situación me obligase a entrar para buscar algo que mi madre me hubiese pedido, pero ello no hace menos real al hecho de escuchar cómo, aun sin nadie dentro, provenía de su interior una serie de sonidos de cajas deslizándose por el suelo y bolsas que daban la impresión de ser tomadas con ambas manos y ser lanzadas de un lado a otro.
Llegué a pensar incluso que este fenómeno tan peculiar de no apreciar diferencia en la ubicación de los objetos tras oír los ruidos y pedirle a mi padre, por favor, que revisara el cuarto porque había escuchado a alguien, no era sino adrede. Como si ese ser que estaba allí lo hiciese, quién sabe por qué razones, a propósito para darme a entender que sabía con claridad que yo estaba solo y a la vez quisiera que me quede bien en claro a mí que él estaba allí presente.
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Volviendo a la mañana del encuentro, mi hermana ocupó el baño mientras yo me senté a desayunar en la mesa. Estaba tranquilo tomando un té y mirando la televisión en el comedor hasta que comenzaron los ruidos nuevamente. El mecanismo de divague comenzó su operación e hice como si nada hubiese oído, así como ya alguna vez había tomado partido por esa postura para evitar pensamientos intrusivos que me inquietaran.
En esta ocasión las cosas fueron muy distintas. Los sonidos comenzaron a tornarse cada vez más intensos. Eran insoportables. Me taladraban los oídos. Nunca pude entender cómo mi hermana no los escuchaba desde el baño. Ya no se trataba de un sonido aislado sino de una secuencia consecutiva de objetos siendo llevados de un lado a otro con ataques repentinos de aceleración que cesaban pero volvían a los segundos con mayor fuerza. Esto daba crédito a mi teoría de que no era una simple bolsa que se había caído del montículo apilado sino que se trataba de alguien que movía los objetos con total confianza y sin temor alguno a ser escuchado en su bullicio como demostrando, ostentoso, a quien oyera, que definitivamente había alguien en ese cuarto.
Aquella vez, siempre pensé, ese ser estaba empeñado en algo. Quizás, quién sabe, en solo hacerse oír o bien atraerme hacia él colmado yo por la curiosidad, o bien sabrá Dios cuál otro motivo inimaginable para mí.
Ante este evento quedé paralizado unos instantes tratando de descifrar algún sonido colegible como una voz o un movimiento que me diese indicios certeros de lo que moraba en el interior del cuarto. Tan pronto salí de mi letargo procedí a bajarme lentamente de la silla con mucha minuciosidad. No sea cosa que ese ser, si aun no lo supiera, descubriese mi presencia. Así que fui caminando a pasos lentos hacia atrás en dirección a la puerta del baño para llamar a mi hermana pero sin dejar de retirar la vista del pasillo. Me consumía el pánico y no quería dejar de observarlo puesto que no me fiaba de lo que podría pasar al quitarle los ojos de encima.
Golpeé la puerta y llamé a mi hermana en voz baja pero no obtuve respuesta. Tarde un tiempo pero me animé a una segunda vez pero en esta oportunidad llamando a su nombre en un tono altivo que no dejase dudas a que me oyera. Primer error grave que cometí...
***
No solo no recibí una contestación de su parte sino que el ambiente se colmó de un silencio completo. Ese ser me había escuchado. Sabía, ahora con seguridad, que yo lo había oído.
Mi cuerpo temblaba pero me mantuve quieto sin dar un solo movimiento en falso. Sea aquello tal vez mi salida victoriosa de tal situación sinuosa. Pero ya era tarde. Comencé a ver cómo algo se asomaba poco a poco por el pasillo. Al comienzo vi, a pocos centímetros del suelo, como unos dedos alargados de aspecto cadavérico se prolongaban para después aferrarse al marco de la puerta. Con cierta prudencia maquiavélica fue emergiendo un ser tenebroso que hasta este momento conservo la imagen grabada de su cara con lujo de detalle en mi mente.
Era un demonio. No cabían dudas. Lo que allí moraba en ese cuarto era un demonio. Solo podía verle algo menos de la mitad de su cuerpo que iba desde la altura del busto hacia arriba. Su piel era de aspecto agrietado, rasgado. Una piel seca, cual anciano famélico, que conservaba un tono gris pantanoso. Su rostro, en cambio, manifestaba una expresión jovial no sin aires de acento engañoso y lleno de malicia.
Lo que me dio la certeza de que era, en efecto, un demonio es que sobre su cabeza presentaba dos protuberancias muy bien perceptibles a simple vista que sobresalían discretamente como dos cornamentas pequeñas. Sobre el resto de su cuerpo no puedo dar especificaciones de cómo era ni menos de su altura aunque por lo ya descripto inferí que no sería más alto que de un 1 metro y medio, con un cuerpo de flaqueza extrema.
***
Me miraba. El demonio me miraba fríamente, con gesto dubitativo, tal vez curioso, a través de esos aterradores ojos que poseía. Al principio creí que carecía de ellos y en su lugar solo había dos cuencas vacías sin globos oculares, pero pronto advertí que me equivocaba al apreciar un brillo tenue que irradiaban. Eran completamente negros, en un fiel reflejo a esa oscuridad a la que tanto yo le temía. Al verlos estos transmitían una sensación de angustia abrumante, de un dolor profundo y un sufrimiento infranqueable aunque no para su portador sino para quien haya tenido la desgracia de ser su espectador.
Aquello era algo símil a la muerte. Sé que tal aseveración ha de parecer brusca pero quien haya sido testigo de tal mirada podrá dar argumento en favor mío. Estaba la mismísima muerte en sus ojos, la nada misma, la oscuridad y el terror habitando en un inmenso vacío.
Se llega a un punto donde uno mismo puede preguntarse en dónde está el límite de la imaginación. Es decir, ¿es capaz un niño de 6 años, en su delicadeza emocional, imaginarse algo como ese ser contenedor de todo lo inmundo y lo triste de la vida?
Comencé a llorar por la desesperación aunque no me atrevía a desviar mi atención de él. Si, tenía miedo. Pero aun tenía más miedo en perderlo de vista y que se animara a acercarse. Golpeé otra vez la puerta del baño para llamar a mi hermana y seguí sin recibir respuesta. Me sentí solo; totalmente solo.
Cometí el peor pecado en la desesperación y di con el segundo error grave, que aun hoy día me lo reprocho. Me volteé a gritar con fuerza el nombre de mi hermana para que ella me oyera. Me regresé de inmediato y ese ser seguía allí mirándome con talente absorto y una aparente inquietud. Claro que no era mi imaginación puesto que ya no se trataba de una ilusión fugaz donde los sentidos juegan un papel destacado en la suposición e interpretación de un evento que sucede en pocos segundos. No, nada de eso. Su presencia era una realidad incuestionable.
¿Desde cuándo una ilusión es capaz de quedarse mirándote fijamente aun cuando le has retirado la vista?
Concebir la idea de que ese demonio tenía voluntad propia me causó horror. Algo me dice que advirtió claramente mi posición y las emociones que me estaban gobernando, y ante eso simplemente me sonrió.
***
Su sonrisa estaba muy lejos de ser cálida o agradable. Era una sonrisa diabólica, bufonesca. Una burla hacia mí, con el disfrute de todo sádico que se sabe con el control de su víctima bajo su merced. Dicha expresión, en compañía de esos ojos negros, oscuros, submarinos, son el detalle que mejor tengo presente y han sido la causa de pesadillas en los meses venideros.
Ante semejante escena no pude más que estallar en desesperación. Mi cuerpo temblaba y de mis ojos brotaba el llanto. Giré con apresuro, apretando fuertemente mis puños, y comencé a golpear a fuerza de puñetazos y patadas la puerta del sanitario gritando el nombre de mi hermana.
La suerte, al menos en este espacio de tiempo, me extendió su mano y mi hermana por fin me escuchó. Salió al instante profiriéndome insultos ante tal reacción violenta. No la juzgo, ya que es entendible que se trató de un suceso tan extraño y repentino que le ocasionó un gran susto.
Le conté lo que había visto y recuerdo definirlo en términos escuetos bajo el apelativo de monstruo debido a que no encontré otra expresión más certera en aquel momento. No me creyó aunque le agradezco el gran favor de tomarse el asunto con la suficiente seriedad para ir hacia el cuarto y revisarlo. Diré que, con cierta obviedad irónica, solo encontró un espacio con poca luz, la luz que entraba por ese respiradero en el techo que iluminaban tenuemente un cuarto lleno de cajas y bolsas apiladas.
El demonio desapareció y jamás volví a verlo ni escuché otro sonido sospechoso que viniese del cuarto. Simplemente se esfumó de la existencia. Sin embargo, ese único encuentro fue suficiente para que yo no lo haya olvidado nunca.
***
Han pasado dos décadas y media desde aquel suceso. Hoy ya soy un hombre adulto que ha formado una familia y no teme en admitir su devoción por los gatos. De vez en cuando vuelvo de visita a la casa de mis padres, la casa donde me crié. Hace ya tiempo que no se oyen ruidos que provengan del pasillo.
Siento que, a fin de cuentas, me hizo bien trasmitir mi pesar en esta nota. Siento que es una prueba de que el tema, de alguna u otra forma, bien anda por un camino a ser superado. Y siento también que me he quitado un gran peso de encima al contarlo.
Admito que ese recuerdo se ha intensificado dado que algunas noches oigo algún ruido que proviene del pasillo donde vivo ahora. Lo oigo desde la pieza, recostado en mi cama. Pensar que son mis gatitos jugando en la oscuridad me reconforta.
A veces me pregunto si ese demonio ha vuelto. Pero no, me retracto, no insisto en la idea, seguro son los gatitos. Aunque últimamente se escucha con más intensidad, pero qué digo, deben ser mis gatitos.
Sí, eso debe ser. Creer en esa idea me ayuda a conciliar el sueño.
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