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Un cuerpo lleno de ausencias

Mar 27, 2025

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Un cuerpo lleno de ausencias
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Me miro en el espejo del baño de la oficina. Tengo 37 años y una panza que no sé si es de gordura o de desesperación. Me tiro agua en la cara, como si pudiera sacarme el cansancio con eso. Como si pudiera sacarme el asco. Afuera me esperan reuniones, planillas de Excel, una sonrisa lista para simular que todo está en orden. Pero en este baño, con la puerta trabada, sólo estoy yo y mi reflejo. Y la erección que me avergüenza.

No sé en qué momento me convertí en esto. En alguien que no puede estar más de un par de horas sin escabullirse en un baño, en una habitación oscura, en el auto estacionado lejos de casa, para masturbarme como un animal. Y no es un placer. Es un tic. Es un reflejo. Es lo que me mantiene funcionando. Lo que me mantiene en equilibrio, como un borracho con su vaso de whisky.

Pienso en Laura, la de contabilidad. Tiene el pelo atado en un rodete apretado y unos anteojos que le dan un aire de maestra estricta. A veces usa polleras que se le suben apenas cuando se sienta. Imagino sus piernas, imagino el encaje de su ropa interior que seguro es delicado, suave. Pienso en Mariana, mi cuñada, y en cómo se agacha a servir la comida en los asados. En la amiga de mi esposa, Carla, que me abrazó demasiado fuerte la última vez que nos vimos. Y me odio. Porque no es deseo, es compulsión. Es una fábrica que no se apaga. Mi cabeza es una maquinaria de mierda produciendo imágenes que no debería estar viendo.

En la oficina ya deben estar preguntándose dónde estoy. O quizás no. Quizás ya saben y prefieren no decir nada. Porque a nadie le interesa la vida privada de un tipo que firma contratos y da discursos motivacionales los lunes a la mañana. No quieren saber que después de esos discursos, me encierro en este baño a frotarme hasta que la culpa me inunda más que el alivio.

Cuando vuelvo a mi escritorio, nadie me mira. No porque me estén ignorando, sino porque realmente no importo tanto. Soy funcional, eficiente, un engranaje más en una máquina que sigue girando sin importar qué tan roto esté por dentro. Pero algo en la forma en que Laura me responde con un monosílabo, en cómo Mariana apenas me saluda en las reuniones familiares, me hace pensar que de alguna manera saben. Que adivinan lo que hago a escondidas. Y eso me pone nervioso y me excita a la vez. Como si me gustara el riesgo de ser descubierto. Como si parte de la adrenalina fuera el miedo a que alguien me señale y diga: "Vos, vos sos un enfermo".

En casa todo es distinto. Me muevo con una coreografía ensayada para que mi esposa no note nada. "Comí en la oficina", miento mientras me sirvo un vaso de agua. La verdad es que pasé por el McDonald’s antes de llegar y engullí dos combos completos en el auto. "Estoy cansado", le digo cuando insinúa algo de sexo. No puedo. No con ella. No con su olor a crema humectante y pijama de algodón. No con la imagen de Carla, de Mariana, de Laura todavía adherida en mi cabeza como una pegatina sucia.

A veces, cuando ella duerme, me encierro en el baño y repito el ritual. Apoyado contra la pared fría, viendo videos que ni siquiera me gustan, pero que cumplen su función. Hasta que me duele. Hasta que la piel se irrita, se descascara y se despigmenta. Hasta que siento que me estoy vaciando de algo más que semen. Me veo en el espejo y la imagen me asquea. Pero a la vez me da calma. Como si fuera un sacrificio que tengo que hacer para seguir funcionando en el mundo real.

El problema es que cada vez funciona menos. La comida, la masturbación, el secretismo. Antes servía para tapar el agujero. Ahora sólo lo agranda. Y tengo miedo de que un día no haya nada más para tapar, porque todo lo que fui, todo lo que quise ser, ya se haya drenado completamente.

Me encierro en el baño otra vez. El cerrojo está flojo pero no me importa. Me bajo el cierre del pantalón y apenas necesito un roce para sentirla dura, para saber que está lista. No hace falta mucho. La imagen de Mariana se me clava en la cabeza. Su boca, su lengua, la forma en que podría tomarme entero, con la saliva chorreándole por la comisura, con sus ojos mirándome desde abajo, sabiendo que me tiene en la palma de su mano. Sé que no pasa, que nunca pasaría, pero en mi cabeza ocurre todo el tiempo. Se arrodilla, me agarra fuerte, gime con la boca llena. Yo la tomo de la nuca, la empujo más, quiero ver hasta dónde llega. Hasta dónde me aguanta. Mi respiración se vuelve torpe, desprolija. La veo girarse, presentarse, ofrecerse. Sus caderas, su piel, la carne que se tensa entre mis dedos cuando la agarro y la embisto sin delicadeza. Como un animal. Como un desesperado. Me odia, pero me desea. Eso me digo mientras acelero la mano, mientras la imagen se vuelve más nítida, más brutal, más feroz. Gimo ahogado, mordiéndome la lengua. Mi mano está caliente, pegajosa. La culpa llega al mismo tiempo que el placer. Como siempre. Como una condena. Me limpio rápido, respiro hondo. La imagen de Mariana se desvanece, pero la necesidad sigue ahí, acechando, esperando la próxima oportunidad para devorarme de nuevo.

Cierro la cortina del cuarto de baño. Afuera la vida sigue, la gente va y viene, los autos tocan bocina. Pero acá adentro todo se detiene. Me quedo quieto, en la oscuridad, sintiendo cómo la vida se me escapa por entre los dedos. Y por primera vez en mucho tiempo, y por un instante, no tengo ganas de masturbarme. No tengo ganas de comer. Sólo me quedo mirando la nada, preguntándome si alguna vez voy a ser otra cosa que este cuerpo lleno de ausencias.

No sé cuándo empezó exactamente. Uno asume que estas cosas tienen un punto de origen, un momento exacto en que el cuerpo se quiebra y la mente decide refugiarse en lo único que tiene a mano. Pero yo no lo recuerdo. Tal vez fue hace años, tal vez fue siempre.

Hay días en que me convenzo de que se trata de una distracción, un mecanismo que mi cabeza encontró para hacerme sentir que tengo control sobre algo. Como un alcohólico que mide los mililitros de vodka en el vaso o un jugador que repite un ritual antes de apostar su último billete. Pero otras veces pienso que no hay razón, que simplemente mi cuerpo funciona de esta manera y que no hay escapatoria. Masturbarme es tan instintivo como respirar. No lo planeo, no lo decido, simplemente sucede. Y cuando me doy cuenta, ya estoy encerrado en el baño, con el pantalón a medio bajar y una imagen prohibida clavada en la cabeza.

Pero no es placer. O no del todo. Es alivio. Es anestesia. Es silenciar algo que grita dentro de mí y que no sé cómo apagar de otra forma. Porque el vacío se siente más fuerte cuando no lo lleno con nada. Y esto, aunque sea por un momento, durante cada eyaculación, me da la sensación de estar lleno de vida, de estar presente, de existir.

Y después viene la vergüenza. No la culpa, que sería más fácil de gestionar, sino una vergüenza profunda, asquerosa, pegajosa. Como si hubiera cometido un crimen y la prueba estuviera ahí, en mis manos, en el espejo, en mi respiración agitada. Me miro y me odio. Pero sé que lo volveré a hacer. Sé que no hay manera de evitarlo. Y eso es lo peor de todo.

La gente piensa que la adicción es solo falta de voluntad. Que si realmente quisiera, podría detenerme. Que si tuviera más amor propio, más fortaleza, más algo, sería capaz de mirarme en el espejo sin asco. Pero no entienden que hay cosas que se hacen sin quererlas, sin buscarlas. Cosas que simplemente ocurren porque son lo único que nos mantiene funcionando.

A veces pienso en hablarlo con alguien. En decirle a mí esposa que hay noches en las que prefiero encerrarme en el baño antes que tocarla. Que hay mañanas en las que me despierto con la sensación de haber sido devorado por algo que no puedo nombrar. Pero sé que no lo haré. Porque al final del día, lo único peor que vivir con esto es que alguien más lo sepa.

Pero un día las imágenes cambian. Laura, Mariana, Carla… todas se desgastan, se vuelven repeticiones sin brillo, cuerpos usados hasta el hartazgo en mi cabeza. Y entonces algo se rompe. O se abre. Primero es una sombra en los bordes, una sensación incómoda que me eriza la piel mientras la mano sigue su rutina mecánica. Luego, la imagen de un travesti con labios gruesos y ojos hambrientos, con la carne apretada en un corset. Y después, un hombre. Hombros anchos, torso firme, una erección palpitante que me desafía, que me asquea y me excita al mismo tiempo. Y sigo. Mi respiración es un jadeo enfermo, cada vez más rápido, cada vez más desesperado. Un adolescente de mirada tímida, de manos nerviosas. Me muerdo la lengua hasta sangrar, pero no paro. No puedo parar.

El placer es cada vez más corto, el dolor cada vez más largo. Masturbarme se vuelve un castigo. Mi piel arde, la irritación se mezcla con la vergüenza, con la certeza de que ya crucé un límite sin retorno. Cada imagen nueva es un escalón más en la caída, cada orgasmo es más un espasmo de agonía que un alivio. No es deseo. Es otra cosa. Es una jaula. Es un laberinto con pasillos que se cierran sobre mí, como en el cuento de Borges, como en la Casa de Asterión. Cada esquina es otra versión de mí mismo, masturbándome sin pausa, sin descanso, sin escape. Y sé que la única salida posible es la misma que encontró el Minotauro. La muerte.

Me imagino en la bañera, con el agua caliente y las muñecas abiertas, dejando que todo se vacíe de una vez. Sin culpa, sin miedo, sin repetir este ciclo absurdo de deseo y repulsión. Me imagino colgado de una soga, con el cuello torcido y la lengua afuera, con el cuerpo frío y por fin quieto. Me imagino con la boca llena de pastillas, con la mente apagándose en un sueño sin imágenes, sin cuerpos, sin Laura, sin Mariana, sin nadie.

Y por primera vez en mucho tiempo, siento algo parecido a la paz.

Me miro en el espejo una última vez. No soy el mismo que empezó este viaje. La panza sigue ahí, pero ahora sé que no es solo gordura ni desesperación, es una cáscara. Un caparazón viejo que he estado arrastrando como un insecto enfermo. Hoy, lo dejo atrás.

Las imágenes ya no me acechan como antes. Ya no se filtran en mi cabeza como una fiebre que no cede. Laura con sus polleras, Mariana inclinándose en los asados, la boca de Carla pegajosa y falsa. Todo eso se ha ido deshilachando poco a poco, como un tejido que se pudre por la humedad. No fue fácil. Me tomó noches enteras de insomnio, vómito y un dolor seco en el pecho que pensé que nunca se iría. Pero aquí estoy. Vivo.

La masturbación dejó de ser un refugio, una jaula, un ciclo de culpa y alivio que se mordía la cola. Hubo un día en que simplemente paré. Cuando me toqué y mi cuerpo no respondió con esa inmediatez de antes, cuando no hubo fuego, solo el eco de mi propia respiración. Fue como abrir una puerta y encontrar, al otro lado, un cuarto vacío.

Hubo recaídas, sí. Días en los que el cuerpo pedía esa explosión mecánica, ese rito autodestructivo. Pero aprendí a quedarme quieto. A soportar la angustia sin ceder. A verla desvanecerse como un animal sin comida. Al principio, dolió más que cualquier orgasmo. Después, fue como aprender a respirar de nuevo.

Salgo de la oficina y el aire de la calle me golpea distinto. Más ligero. Como si el mundo pesara menos. Pienso en mi esposa. No en su pijama de algodón ni en su olor a crema humectante, sino en su risa cuando se olvida de que está enojada conmigo. En cómo se le marcan las arrugas cuando entrecierra los ojos para reír.

Voy a casa. No sé qué voy a decirle. Tal vez nada. Tal vez la sorpresa de verme distinto sea suficiente.

Hoy, por primera vez en años, no tengo miedo de tocarla. No tengo miedo de tocarme.

Hoy soy un hombre que dejó atrás su piel vieja y camina, desnudo y limpio, hacia algo nuevo.

Giovanni Battista Manassero

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