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Un cuento de espías

Jun 17, 2025

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Un cuento de espías
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Diego estaba desesperado. Había conseguido una reunión con la gente de Warner para presentar ideas. La creatividad nunca había sido un problema para él. No creía en la página en blanco. Un escritor de raza debería poder escribir a disposición. Sin embargo, la fecha de la reunión se acercaba y no había escrito una sola palabra. 


Todo parecía hecho para complacer a un otro virtual. Al ser humano que Diego se imaginaba que recibiría el material. Y como Diego era un misántropo, esa persona inexistente era un imbécil. De modo que todas las ideas que daban vuelta en su cabeza, eran al fin y al cabo, malas. Por lo menos en un sentido artístico. Parecían responder más a una agenda que a un interés genuino de Diego. 


Desesperado, a pocas horas del encuentro, y sin nada digno que presentar, Diego decidió probar algo nuevo: escritura vomitada. Volcaría todas sus ideas en papel, sin juzgarlas ni criticarlas, y esperaría que cobren sentido a medida que fueran progresando.


Comenzó con un personaje: una mujer. No porque fuera políticamente correcto. Sino porque Diego era secretamente un pajero y le encantaban las mujeres fuertes y voluptuosas como Demi Moore, Salma Hayek o Monica Bellucci. Sentía que el cine y las series las habían expulsado de sus ideales de belleza. Decidió ponerle de nombre Carla. Carla Correa. Una mujer de cuarenta y cinco años. Latina. Colombiana. Trabajaba como espía para una organización internacional, y su coartada era la de una escort VIP. Jamás se había enamorado. No tenía tiempo para el amor ni el sexo. Sabía el efecto que producía en los hombres y lo utilizaba a su favor.  Por eso el gobierno la había clasificado como arma sexual infalible. Carla se encontraba en Mónaco, en uno de los casinos más exclusivos de la región. Sólo un puñado selecto en todo el mundo sabía de su existencia. Estaba allí por una sola razón: conseguir los códigos de la nueva actualización de una inteligencia artificial soviética que amenazaba con destruir el mundo. De repente, su objetivo se hizo presente: Sergei Stravannoff, el doble agente ruso que tenía los códigos del programa y estaba dispuesto a venderlos al mejor postor. Esa era su única misión. Sin embargo, la belleza de Carla era imposible de ignorar. Sergei se acercó. También era un hombre extremadamente sexual: un metro noventa, cuerpo macizo y una quijada dura y masculina. Nunca un traje Versace se había visto tan varonil. Las mujeres suspiraban al verlo pasar. Su aroma también era hipnótico. 


— ¿Sola esta noche?— preguntó con una voz algo rasposa—. Sería un crimen que una mujer tan hermosa estuviera sin alguien que la acompañe. 


Carla observó los zapatos de Sergei y fue recorriendo su figura entera hasta hacer contacto visual. Lo tenía en la palma de su mano. Solo debía llevarlo a su habitación, dejarlo inconsciente y robarle el código. Pan comido. 


— Estoy esperando que alguien me invite a su cuarto— respondió Carla, mientras suspiraba a propósito para inflar su escote—. Alguien que pueda…conmigo…


— Creo estar a la altura de la situación— contestó Sergei, sonriendo. 


— Me gustaría que así fuese. Pero, para serte sincera, prefiero estar con alguien más tranquilo. Un guionista digamos. Que no esté en un excelente estado físico. Tal vez con un poco de pancita. Y no me gustan los hombres tan altos y varoniles. Prefiero una estatura pequeña y una voz aflautada, y que tenga una cantidad aceptable de cabello para su edad. 


— No entiendo — respondió Sergei, confundido —. Soy el hombre más poderoso del lugar. Tengo códigos para aniquilar a la humanidad en mi bolsillo y los abdominales marcados. De hecho salgo en un comercial de ropa interior y…


— ¿Me estás escuchando, Diego?—interrumpió Carla—. Necesito que me lleves al cuarto y me hagas el amor en este instante. 


Diego dejó de escribir inmediatamente. ¿Él había escrito eso? No parecía su estilo. Tal vez el sueño y el estrés le estaban jugando una mala pasada. 


— Nadie te está jugando una mala pasada— dijo Carla sacándose el vestido en el medio del casino, revelando un body negro de encaje — Necesito que me hagas tuya en este instante o me vuelvo loca. 


Diego se agarró la cabeza completamente paralizado. “¿Qué hacer?”, pensaba. Miró una botella de Whisky que tenía a medio terminar en su cocina, la bebió del pico y bajó su bragueta con determinación. 


El timbre lo despertó al día siguiente. Diego abrió los ojos con dificultad. Tenía una resaca que le dificultaba pensar. Se acercó al portero eléctrico y vio por la cámara de seguridad que era Juan Manuel, su socio comercial. Parecía furioso. Diego chequeó el celular y vio una decena de llamadas perdidas y, más importante aún, la hora: estaba tardísimo para su reunión con Warner. Le avisó a su socio que bajaría en un instante, se vistió a las apuradas y se subió al Peugeot naranja de Juan Manuel. 


En el viaje, su compañero le informó que la gente de Warner estaba furiosa. No le habían dicho todavía el por qué. Pero aparentemente estaban preocupados por el material que había mandado Diego. 


— Yo no mandé nada — contestó Diego mientras intentaba tragar un paracetamol sin agua de por medio. 


— Bueno, algo los puso del orto. Tal vez es una estrategia. Vos concentrate en causar una buena impresión — concluyó Juan Manuel, mientras le alcanzaba un chicle de menta a Diego. 


La sala de reuniones no era como ninguno de los dos se había imaginado. Un cuarto blanco, sin ventanas ni mobiliario más que una mesa blanca junto a cinco sillas. No había siquiera un tomacorriente en las paredes.  Juan Manuel miró la hora en su Apple Watch. Era extraño que los hayan apurado tanto y ahora fueran ellos los retrasados. La puerta se abrió de repente. Paulo Muñiz, el encargado del área de development, entró junto a un abogado. 


— Gente, buen día. Perdón por el retraso. Él es el abogado de la empresa. Nos pareció mejor que estuviese presente en la sala. Tal vez el señor Labat debería hacer lo mismo. 


Diego no entendía qué estaba sucediendo. El abogado le recomendó que dejara de hablar. El estudio y él habían sido demandados y debían buscar una estrategia inmediatamente. 


— ¿Tuvo usted sexo no consentido con la señora Carla Correa?— preguntó el abogado. 


— ¿Con quién?— repreguntó Diego, indignado. 


— No es una buena estrategia fingir demencia en este momento, señor Labat. ¿Tuvo o no tuvo usted sexo no consentido con la señora Carla Correa?— Insistió el abogado, determinante. 


— ¿De qué carajo están hablando? Carla Correa no existe. Es un personaje ficticio que inventé para una de las series que iba a presentar para ustedes…


— ¿Tuvo o no tuvo relaciones sexuales no consensuadas con la señora Correa? — insistió una vez más el abogado. 


— Esto es ridículo — gritó Diego — Esto no se sostiene por ningún lado. Yo creé a Carla. Son caracteres en una hoja. Nadie demanda a Stephen King por haber matado a cincuenta mil personajes. A ver. Sí. Escribí a Carla, y de repente, la cosa se fue poniendo más caliente, y bueno… nada. Sí. Terminamos acostándonos. Pero fue consentido. 


— Pero la reputa madre, Diego — dijo Juan Manuel mientras golpeaba la mesa —, ¿Cuándo vas a aprender a guardar la víbora adentro de tus pantalones?


— Gente, no es real — insistió Diego.


— Bueno, esta persona “no real” nos acaba de demandar por abuso sexual — sentenció el abogado. 


— Yo no quiero sonar insensible— dijo Juan Manuel en tono conciliador—, pero creo que nosotros tres no somos responsables de los procederes de Diego. 


— Gracias, Juanma. Un amigo sos— respondió Diego. 


— El problema es que el señor Labat envió el material en un archivo de su productora, que nosotros aceptamos firmando un NDA. De manera que la señora Correa nos demanda también a nosotros como cómplices. 


— No lo puedo creer— suspiró Juan Manuel entre dientes — ¿Hay alguna prueba fehaciente del acto en cuestión?


— Está el texto que ustedes nos enviaron y además, la señora Correa está embarazada. Su ADN corresponde al señor Labat. 


— Sos un hijo de puta — soltó Juan, mientras le arrojó una trompada en la cara a su amigo, terminando así con su sociedad. 


Diego salió furioso del edificio. No podía creer que estaba siendo demandado por un personaje que él mismo había creado  y que encima le adjudicaban un embarazo. Aún si todo hubiese sido cierto, si él efectivamente había abusado de una mujer la noche anterior, era imposible determinar un embarazo al día siguiente. Debía conseguir un abogado cuanto antes. ¿De qué tipo? Parecía una locura. Comenzó a pensar los pasos a seguir, cuando de repente, sintió que alguien lo tomó por la espalda, le colocó una bolsa negra en su cabeza, bloqueando su visión por completo y se desmayó al instante. 


Despertó maniatado a una silla en un sótano viejo y húmedo. La única luz provenía de una lámpara  que se balanceaba de lado a lado. Diego pensaba que era el escenario más cliché que había visto en su vida. Sin embargo, no por eso era menos aterrador.


Una silueta se posicionó debajo de la lámpara, revelando a un hombre de traje. Usaba lentes de sol, aunque apenas había luz ahí dentro. 


— Estábamos esperando que despertara, señor Labat — dijo el hombre de traje con un acento de Europa del Este. 


— ¿Dónde estoy? — preguntó Diego, sorprendido por la dificultad que le presentaba articular las palabras. 


— Eso no es importante, señor Labat. Sólo debe preocuparse en cómo hacer para salir de acá. Y la única manera de hacerlo es entregándome los códigos. 


— ¿De qué estás hablando?— dijo Diego mareado por la resaca y lo que sea que le hubiesen dado para transportarlo hasta allí. 


— Los códigos de la señora Correa. No eran de ella desde un principio, y tampoco son suyos. 


— ¿Códigos? ¿Qué códigos? 


De repente Diego sintió una mano fría en su pierna. No llevaba puestos pantalones y no se había dado cuenta hasta ese momento. Unas manos recorrieron su pierna rápidamente hasta llegar a sus testículos, conectando cables de electricidad entre ellos. 


— ¿Qué están haciendo?— preguntó Diego, aterrado. 


— Nos va a entregar los códigos, Señor Labat. De una forma o de otra. 


Una pequeña descarga paralizó a Diego por un segundo que se sintió como una eternidad.


— Les juro que no sé de qué códigos me están hablando. Todo esto es una enorme confusión. Carla Correa no existe. 


— Lo sabemos — interrumpió el hombre de traje— se suicidó esta mañana. Revisamos su departamento y los códigos no estaban por ningún lado. Y usted fue la última persona que la vio con vida. 


— Les prometo que todo lo que piensan es falso. Yo….


Un chispazo de electricidad interrumpió a Diego, poniéndolo aún más nervioso. 


— …. les diría si supiese cualquier cosa. Nunca quise robar ningún código. ¿Soy medio pajero? Sí puede ser. Pero es lo único que hice. Imaginar a…


— Última oportunidad — interrumpió el hombre de traje — sino, me veré obligado a provocar otra descarga. 


— ¡No por favor!


El hombre de traje se acercó a la batería. Puso sus dedos sobre el interruptor, cuando un alarido agudo, interrumpió su accionar. Dio media vuelta y su cabeza fue desfigurada. Diego no entendía qué estaba sucediendo. Varias figuras se revelaron. La silueta de muchos hombres de traje se hicieron presentes para intentar dilucidar qué había ocurrido. La falta de luz y el susurro en un idioma extranjero, solo lograban confundir más a Diego. Nuevos y agudos alaridos atacaban a los hombres, desmembrándolos y provocando un baño de sangre por toda la habitación. Los disparos iluminaban brevemente el cuarto, hasta que finalmente no quedó nadie en pie. 

Diego sintió que algo cortaba la soga que lo sostenían a la silla. Liberado de las mismas, intentó ponerse de pie, pero algo pegajoso trepó por su espalda hasta llegar a su falda. La lámpara que se balanceaba comenzó a detenerse y reveló a la extraña y diminuta figura: era un feto ninja, de apenas unos pocos centímetros. 


— Ven conmigo si quieres vivir— dijo el feto y extendió su diminuto brazo. 


Acamparon en Munro, dentro de una vieja fábrica textil que había fundido en la pandemia. Se dispusieron alrededor de una fogata para combatir el frío. Diego frotaba sus manos para generar calor, mientras observaba una sombra gigante de un guerrero haciendo poses de combate. Era el feto que practicaba Ninjutsu. 


— No te agradecí todavía por salvarme la vida.


El feto continuaba con su práctica, sin inmutarse por Diego. 


— A todo esto, no sé tu nombre o cómo llamarte. 


¡ZAP! Una patada ninja destruyó siete bloques de ladrillos apilados uno encima del otro. 


— Mi madre no alcanzó a ponerme nombre, pero mis enemigos me llaman “Fetininja”. 


Una ráfaga de viento, junto al sonido de un shakuhachi se oyeron de fondo, mientras la palabra “Fetininja” reverberaba por la fábrica. 


Diego miró hacia los costados para intentar dar sentido al origen de dichos sonidos y preguntó:


— ¿Por qué me salvaste?


— Porque sé que sos inocente—  respondió el feto mientras limpiaba la sangre de una katana con un trapo—. Mamá no se suicidó. Amaba demasiado vivir. ¡Ella fue asesinada!


Un trueno remarcó la oración e iluminó la cara del pequeño ninja. Diego no podía creer lo que estaba viendo: un feto experto en artes marciales, lo había salvado porque creía en su inocencia. Y por cómo se venían desencadenando los eventos, este feto parecía ser su hijo. 


— Te salvé porque te necesito. Alguien robó los códigos a mamá y trataron de inculparla. La única persona que sabe de su inocencia, sos vos. Si me ayudas a recuperar los códigos, yo te ayudaré a limpiar tu nombre. 


Diego abrió los brazos con los ojos llenos de lágrimas. 


— ¡Hijo!


Fetininja le dio un latigazo con su cordón umbilical y le dijo que no sea estúpido. Era imposible que un feto estuviera vivo al día siguiente de haber sido concebido. Y aún de haber sido así, su mamá jamás se hubiera fijado en alguien como Diego. 


— Simplemente mirate: viejo, fofo, petizo, femenino, peludo en lugares equivocados. Simplemente no hay manera que mi madre, quien pudo haber tenido a cualquier hombre en la tierra, se haya acostado con vos. 


— Eso es un pensamiento algo anticuado. No a todas las mujeres les gustan los hombres tan “hegemónicos”— respondió Diego haciendo el gesto de las comillas con las manos. 


— Sí. Tenés razón. Las mujeres prefieren tipos como vos, feos y con olor a chivo. 


— Bueno, no sé si todas las mujeres. Pero a tu mamá aparentemente le convencí.


Fetininja saltó y presionó la katana contra el cuello de Diego. 


— ¡Que sea la última vez que le faltás el respeto a mi madre! ¿Me escuchaste?


Diego asintió y el feto volvió al suelo. 


— No tenemos más tiempo para discutir. Hay que ir a recuperar los códigos y el honor de mi mami. Rápido. ¡Al Fetimovil!


— ¿Al qué?


El sonido de un motor viejo y una antigua bocina, anticipó la llegada de un diminuto vehículo que parecía ser una placenta con ruedas. El feto se subió arriba como si fuese una moto e invitó a Diego a subir. 


— No puedo subir ahí. Es anatómicamente imposible.


El feto sacó una estrella ninja y la apuntó a Diego. 


— Dije, “subí”. 


Diego intentó subir al Fetomovil, pero tal como lo anticipó, era demasiado grande para entrar, lo que resultó en una destrucción total del bólido. 


— Maldición. Tendremos que hacer esto de la manera difícil. 


La calle Rodriguez Peña estaba particularmente concurrida esa noche. Autos importados obstruían el tráfico y la puerta de entrada de la embajada Rusa estaba plagada de guardias de seguridad. En el último piso, dentro de la misteriosa habitación oeste, tenía lugar una peligrosa reunión. 


— ¿Qué quieren decir con que está vivo? — rugió el canciller ruso a una mesa repleta de poderosos empresarios, mafiosos, líderes mundiales e influencers de las redes sociales. 


— Al parecer, el feto escapó luego de que asesináramos a Carla — respondió con miedo Edgardo, líder sindicalista de los sicarios. 


— ¿Nadie revisa los cuerpos después de asesinarlos?—inquirió el canciller ruso. 


— Con todo respeto, señor — agregó Edgardo— nunca imaginamos que un feto de un día podría llegar a escapar de la panza y convertirse en un experto en artes marciales. 


El martillazo de una Makarov voló los sesos del líder sindical y llamó a silencio de la habitación. El canciller apoyó la pistola sobre la mesa. 


— Ese Feto Ninja, tiene en sus diminutas manos sin formar, los códigos faltantes para destruir la tierra. ¿Alguien con alguna idea?.


Todos permanecieron en silencio. Nerviosos en su mayoría, en no poder formular una idea coherente. De pronto, P@t0 Drone, el influencer con más seguidores de todo el mundo levantó la mano. Tenía una idea para compartir. 


— No sé si están al tanto, pero se está por abrir un resort, mega exclusivo en la antártida Argentina. Yo propongo que hagamos un vivo de Instagram ahora entre todos, arrobamos al lugar y le mando un inbox para que hagamos una collab, así podemos ir de canje.  


El canciller indignado permaneció en silencio unos segundos. Levantó la pistola y apuntó contra P@to pero el presidente argentino lo detuvo. 


— Momento, no es mala idea. 


— ¿Qué vamos a resolver yendo a un resort en la Antártida? — preguntó el canciller sin dejar de apuntar a P@to.

— No. Con eso nada. Pero tal vez podemos usar a P@to para atraer al feto hacia nosotros, promocionando alguna pelotudez por redes sociales.  Creo que todos los presidentes que estamos acá, ganamos gracias a ellas. Tal vez podemos decir que la persona que tenga los códigos tiene un descuento en algún restaurante o algo así.


— ¿Ustedes creen que alguien con los códigos para exterminar a la humanidad puede ser tan estúpido de seguir a alguien como P@to por redes sociales?


Fetininja intentaba reparar el fetomovil mientras Diego scrolleaba su celular. 


— ¿Qué? — exclamó sorprendido — P@to Drone está ofreciendo un descuento para calzoncillos a la persona que pueda completar esté extraño código…


Diego intentó razonar los elementos faltantes, pero por más que se consideraba a sí mismo inteligente, no podía entender la lógica del código. No obstante, había algo en él que le resultaba terriblemente familiar. Como si lo hubiese visto antes. 


— Listo— anunció Fetininja mientras salía de abajo del Fetimovil con una llave inglesa en su mano — Completamente reparado. 


Fetininja se limpió su cara, llena de grasa de motor y Diego observó detenidamente la vincha ninja que colgaba en su frente. Tenía una extraña inscripción. Una cadena azarosa de letras, números y símbolos. ¡Era el código faltante que necesitaba P@to! Con él, podría conseguir un descuento en los famosos calzoncillos. Diego tomó la vincha para enviar el código, pero Fetininja no iba a permitirlo. 


— ¿No te das cuenta que es una trampa?—gritó el feto mientras revoleó el cordón umbilical para enlazar a Diego del cuello y evitar que mande el mensaje. 


— Pero…— intentó decir Diego mientras el cordón lo estrangulaba— son calzoncillos especiales…


Diego cayó desmayado al suelo. Mientras se reincoporaba, Fetininja recuperó su vincha y se la ató como si fuese Rambo. 


— ¿Por qué no me dejás conseguir calzoncillos a mejor precio?— preguntó Diego desde el suelo. 


— Todavía no entendés nada. Este código que tengo acá, lo escribiste vos.


— ¿Yo?


— Cuando comenzaste a escribir la historia para Warner, desarrollaste el concepto de la inteligencia artificial más poderosa del mundo. 


— ¿O sea que yo desarrollé una IA insuperable?


— De un modo sí. El mundo está obsesionado con crear el modelo de inteligencia más perfecto posible. Han desarrollado softwares capaces de superar al ser humano en casi todos sus aspectos, excepto uno: su estupidez. Es imposible predecir la estupidez humana. Es completamente caótica y aleatoria. 


— No entiendo qué tiene que ver conmigo. 


— Había una profecía. En algún momento el ser humano crearía un ser tan estúpido, que podría crear estupideces elaboradas. Como un feto ninja, o que una mujer hermosa se acueste con el hombre más feo de la tierra por motus propio. Esa persona podría poner fin a la inteligencia artificial. Creaste el código de la estupidez, Diego. Si lo entregás, perderemos todo lo que nos hace humanos.


El Feto terminó de tomar su licuado de placenta y extendió su diminuto brazo para reincorporar a Diego. 


— No le entregues los códigos. Destruyamos al sistema juntos.


Diego tomó el bracito del Feto y se reincorporó. Estaba listo para pelear. ¿Pero cómo lo harían? ¿Con armas? ¿Artes marciales? ¿Con la inteligencia?


— No— gritó Fetininja— para combatir la inteligencia, necesitamos la idea más estúpida posible. 


El noticiero del mediodía abrió con una noticia trágica: un guionista de cuarenta años había muerto esa mañana. Aparentemente el hombre había irradiado una araña para que al morderlo lo convirtiera en Spiderman. Sin embargo, no contaba conque el aracnido irradiado, jugaba al squash con el mejor abogado de la ciudad, quien insistió en presentar cargos contra el señor Labat por explotación animal, de manera inmediata. Aterrado por ingresar a prisión, Diego Labat consultó al Chatgpt por consejos para sobrevivir allí dentro. La sugerencia fue mantener un perfil bajo y no deberle favores a nadie. Desafortunadamente, el señor Labat murió en el almuerzo de bienvenida, ya que se ahogó con un canapé y no se animó a pedirle a su compañero de celda que lo ayude. 


Un diminuto científico mal formado, con una vincha ninja, prestó testimonio en el noticiero. 


— Esta es una prueba más de los peligros de la inteligencia artificial. Diego Labat simplemente buscó un tutorial para convertirse en un súper héroe. Hasta que no entendamos los alcances de nuestra estupidez, no podemos ponernos en manos de una IA. 


Y así fue, como la estupidez de Diego Labat, salvó al mundo de su propia destrucción.  


 


 


Diego Labat

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