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Un camino movido

Nov 19, 2025

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Mi nombre es Nelson y esta es mi historia:

 

Nací en la ciudad de Mérida, en Venezuela. Mis primeros años de vida transcurrieron en una casa enorme, hecha de ladrillos naranjas. Era cálida, no solo por estar ubicada en un caserío llamado Agua Blanca —cercano a la playa—, sino porque estaba rodeado del amor de mis padres y mis hermanos.

Mis primeros años de vida, años en los que la vida se ve sin grietas, como un cielo limpio después de la lluvia: una calma profunda y luminosa. Fueron momentos de gran felicidad. Recuerdo claramente los domingos en los cuales salíamos en el carro de mi papá; unas veces a la playa donde podíamos comer chicharrón de corvina, otras veces salíamos a comer pizza o pollo, esos sabores profundos que realmente extraño, porque sabían a hogar, a infancia y a tardes sin prisa.

 

A los 6 años iba con mi familia en un bus con dirección Venezuela-Colombia. En el camino, se veían praderas verdes con árboles mágicos de diversos tamaños y colores. Mi madre me había dicho que íbamos a pasar las vacaciones en Colombia, y yo estaba muy animado con esta idea. Cuando llegamos a la frontera, sentí curiosidad de cómo sería al otro lado de esa estructura grande de metal llamada puente. ¿Sería muy distinto todo allá? ¿Olería diferente el aire? ¿Acaso hablarían otro idioma? Los guardias no nos dejaron cruzar debido a que, según ellos, no podíamos pasar todos juntos. Cabe resaltar que viajábamos mis padres, mis dos medios hermanas, mi medio hermano y yo —aunque para mí, desde siempre, eran simplemente mis hermanos... Mi mamá, viendo este imprevisto, buscó ayuda entre unas personas cercanas al lugar, las cuales le dijeron que podíamos cruzar por una trocha cercana. En el momento no supe, según lo que me explicaron era una forma ilegal de cruzar, aunque nunca entendí por qué no nos dejaban pasar, si mi mamá era colombiana. Yo solo quería ver ese otro lado del puente del que todos hablaban.


A la hora del almuerzo, acudimos a un señor que aceptó guiarnos a través del monte… o, mejor dicho, de la selva. Nos rodeaban árboles inmensos, el eco del silencio nos acechaba, como si el paisaje contuviera la respiración. Solo se escuchaba el crujido de nuestras pisadas y el susurro tímido del viento entre las hojas. A mitad de camino, un guardia nos detuvo y nos obligó a regresar. Sentí un susto indescriptible; mi mente se llenó de imágenes terribles, como esas que aparecen en la televisión cuando alguien es capturado. Gracias a Dios, solo nos devolvieron.

Más tarde, mi madre decidió que lo intentaríamos de nuevo. Esta vez íbamos corriendo. A lo lejos se escuchaban perros; cada ladrido era una amenaza invisible. Pensé que no lo lograríamos, pero entre jadeos y pasos apurados, comenzó a oírse el ruido del río… esa gran frontera líquida que divide a dos países y que parecía aguardarnos con impaciencia.

Pagamos a una canoa para cruzar el rio. Era una fuente de agua enfurecida, semejante al Jordán en tiempos de Josué. Me sentía como en una película: la emoción se mezclaba con el miedo, y la sensación de peligro corría por todo mi cuerpo. Pero cruzamos. No nos caímos. Y aunque mis piernas aún temblaban, un extraño alivio me abrazó: estábamos del otro lado.

Sin embargo, el camino no terminó allí. Aún debíamos pagar a los dueños de múltiples solares para poder pasar por sus terrenos. Solo después de esa travesía casi interminable tomamos un bus hacia Medellín. Fueron 16 horas de viaje… envuelto en un olor nauseabundo que el aire acondicionado no disimulaba, sino que multiplicaba. Cerraba los ojos, intentando no pensar en el hedor, y me aferraba a un único pensamiento: ¿Cómo será Medellín? Mi mamá dice que es una ciudad hermosa…


Medellín no se parecía en nada a Agua Blanca. Aquí todo parecía moverse más rápido, hablar más alto, respirar distinto. Al bajar del bus, el aire estaba cargado de un aroma incómodo. Pensé que era solo tabaco, pero había algo más denso, más penetrante... un tufo que revolvía el estómago y dejaba un rastro inconfundible. Alrededor, personas caminaban apresuradas de un lado a otro. El caos flotaba en el aire, como si la ciudad no supiera descansar. 

Tuvimos que quedarnos con la familia de mis hermanos. Aunque no era mi familia de sangre me recibieron como si lo fuera, me hicieron sentir como uno más de ellos. Esto fue muy lindo, aunque la emoción no duró mucho. Un día, mi madre me miró con seriedad y me dijo que nos íbamos a quedar en Colombia hasta que la situación en Venezuela mejorara. No entendí todo en ese momento, pero sí supe algo: ese “mientras tanto” podía significar un “para siempre.” Me invadió una tristeza profunda. Sabía que eso implicaba no volver a ver pronto a mis amistades, ni al resto de mi familia. No me quedó otra opción que resignarme. Era algo que no podía cambiar.


Cuando cumplí 7 años, me matricularon en segundo de primaria en un colegio cercano. Aquel año fue muy estresante para mí, porque en realidad no debía estar cursando segundo, sino primero. Por un error en mis papeles, me ubicaron en un grado más avanzado. No conocía casi ninguno de los temas que enseñaban y, para empeorar las cosas, no tenía amigos a quienes pudiera pedir ayuda. Me sentía solo, confundido, como si me hubieran arrojado a un océano sin enseñarme a nadar.

Conforme los meses pasaron, logré entablar amistad con algunas personas del salón. Poco a poco, empecé a adaptarme a aquel nuevo colegio, a sus rutinas y a su gente. Pero justo cuando sentía que empezaba a encontrar mi lugar, llegó otra mala noticia: nos mudaríamos a un pueblito llamado Cañasgordas, donde vivía mi abuela, quien era ciega.


Aquello me dolió. Otra vez debía despedirme, volver a empezar. Aunque esta vez… dolió un poco menos.


A pesar de sentirme mal por la noticia, no me quedó más remedio que seguir adelante. Cañasgordas era un lugar muy diferente a Medellín. Recuerdo que era un pueblo escondido, rodeado de montañas que se alzaban como gigantes protectores. Yo pensaba que era un hueco en mitad de las montañas.

 

La casa de mi abuela era mediana, fría por falta de compañía humana, emanaba olor a soledad, pero era la casa que nos había abierto sus puertas para que la habitáramos. Aunque mi abuela no podía ver, tenía una percepción increíble del mundo que la rodeaba. Siempre encontraba la manera de hacernos sentir acogidos.

 

Al principio me sentía fuera de lugar, como si estuviera atrapado en un sueño del que no podía despertar. Sin embargo, poco a poco, empecé a conocer el pueblo—más que todo, a los vecinos de la cuadra. Mi abuela, con su gran sabiduría, me enseñó que adaptarse no significa olvidar lo que se deja atrás, sino aprender a valorar lo que se tiene frente a los ojos… o incluso sin ellos.


En la escuela enfrenté nuevos desafíos. La educación en el pueblo era más estricta a comparación que en mi colegio anterior, pero a pesar de eso, mis compañeros me veían como alguien diferente, quizás porque debido a mi forma de hablar parecía un viejo en cuerpo de niño o bueno eso siempre me lo han dicho. Eso me hizo sentir especial y extraño al mismo tiempo. Con el tiempo, formé un pequeño pero valioso grupo de amigos con quienes compartía juegos, risas y las interminables historias que la vida nos estaba empezando a dejar.

 

Todavía recuerdo a varios de ellos, pero el que más vive en mi memoria es Cristian. Él y su familia vivían cerca de la casa de mi abuela. Por las tardes, después de estudiar, pasaba a su casa a jugar un rato. Nos reíamos mucho con juegos que nosotros mismos inventábamos—eran inventos sencillos, pero tenían el poder de hacernos sentir invencibles por un rato.


Aunque siempre tenía presente el deseo de regresar a Venezuela, Cañasgordas empezó a sentirse como un hogar en construcción, un espacio donde las raíces de mi infancia se entrelazaban con las de mi familia y mi nuevo entorno. Lastimosamente, un año después tuvimos que volver a Medellín debido al inmenso vacío que generaba el estar lejos de mis hermanos.


Medellín nos recibió con su aire vibrante y su caos cotidiano. Aunque ya la conocía, sentía que era diferente esta vez. La casa donde vivíamos se convirtió en un centro de reunión familiar, un espacio donde los recuerdos de Venezuela y las vivencias de Colombia se entrelazaban en cada conversación y en cada comida. Pero, a pesar de estar nuevamente juntos, también descubrí que el tiempo y la distancia habían cambiado algunas cosas. Mis hermanos tenían sus propias vidas y preocupaciones, y yo luchaba por encontrar mi lugar en esta nueva dinámica.


Con el paso del tiempo, nuestra vida siguió marcada por constantes mudanzas, como si estuviéramos buscando un lugar donde finalmente pudiéramos arraigarnos. Pero todo cambió cuando mi abuela murió. Aquella mujer que, con su paciencia y sabiduría, me enseñó a lidiar con el cambio ya no estaba. Su voz, cargada de historias de vida y experiencias hermosas, se apagó para siempre, dejando un vacío que nada ni nadie podía llenar.

 

Todos en la casa estábamos destrozados. Fue una noticia devastadora que nos tomó por sorpresa, desmoronando nuestra paz emocional, más que todo la de mi madre. Su ausencia se sentía como un eco en cada rincón de nuestras vidas. Sin embargo, en medio de este momento tan trágico, algo inesperado ocurrió: su partida logró unirnos nuevamente como familia. Una trágica reunión, pero una reunión al fin, donde todos nos miramos a los ojos y comprendimos que, a pesar del dolor, seguíamos teniendo unos a otros.

 

En medio del dolor por la muerte de mi abuela, tuve el apoyo de una amiga muy especial para mí, ella me hizo acordar de Dios, si, de Dios, sé que para algunos suene cliché, pero me decidí a buscar de él, pues sabía que me escucharía y me consolaría “Si me buscan de todo corazón, podrán encontrarme” “Porque yo restauraré tu salud y sanaré tus heridas” eran palabras que resonaban en mi ser. Conocí un mensaje de amor, un mensaje de consuelo, el evangelio de amor el cual enseña el Señor Jesucristo. He insisto en que puede sonar cliché, pero realmente este mensa que me ha generado tantas burlas de diversas personas, también me cambio la vida y me dio gozo. Todo esto reformo esa parte mía espiritual.


Después de procesar el luto por mi abuela, evento que me marcó profundamente, surgió en nosotros la idea de volver a Venezuela. Era como si necesitáramos re conectar con nuestras raíces, con todo aquello que habíamos dejado atrás: nuestra familia, nuestro hogar, nuestras memorias. No fue fácil, pero tras un gran esfuerzo logramos hacer realidad el viaje. En mi corazón, la emoción era indescriptible. Estaba a punto de regresar a mi tierra, una tierra que no había pisado en 9 largos años.


El viaje estuvo cargado de nervios y expectativas. Íbamos mis padres, mis hermanas y mis sobrinos, esos pequeños que habían nacido en Colombia y nunca habían conocido el lugar de donde veníamos. Cruzar la frontera fue una experiencia sud real. Entrar a Venezuela era como despertar en medio de un sueño confuso, uno que parecía más una memoria lejana que una realidad.


A medida que avanzábamos por la carretera hacia nuestro destino, el paisaje me hablaba de un tiempo que habíamos dejado atrás hacía mucho. Todo parecía inmóvil, atrapado en un pasado que contrastaba con los años que habíamos vivido lejos. Cada kilómetro recorrido era como abrir un capítulo de un libro olvidado, uno lleno de emociones, recuerdos y vínculos que ansiaban ser redescubiertos.


Llegamos a una casa vieja con olor húmedo, una sensación extraña como de nostalgia. Era la casa de ladrillos, la casa de la esquina, nuestra casa. Una casa abandonada desde hace casi una década, una casa vieja, triste y abandonada. Qué triste casa. Su fachada estaba rayada, el techo de tejas ya negras por el sol o, mejor dicho, las tejas que quedaban, porque ya faltaban muchas.
Al entrar por la puerta principal, se notaban los listones del techo empezando a pudrirse debido a los aguaceros que lo atravesaban. Dentro de la casa, la sala nos recibía con paredes frías y azuladas, inspirando una nostalgia profunda. Esa sala había sido testigo, en otro tiempo, de momentos felices: comidas ricas llenas de alegría. Después, dirigí la mirada hacia la cocina, donde mi madre solía cocinar para nosotros. Tristemente, estaba hecha un desastre. Esa cocina, abandonada por el tiempo, mostraba el descuido que había sufrido. Ni hablar de las habitaciones, desordenadas y llenas de polvo, sin nadie que las habitara. Esta casa suplicaba por quien la habitara.


Allí, comprendí algo profundamente doloroso: aunque habíamos regresado a Venezuela, está ya no era la tierra que yo cargaba en mi corazón. Era mi país, sí, pero no era el país de mis recuerdos. Todo había cambiado. Y aunque fue breve el tiempo que nos quedamos visitando a nuestros familiares, entendí que, aunque volviera a vivir en esa casa, en ese lugar donde viví mi infancia, ya no sería el mismo lugar. Sería uno totalmente distinto.

 

Al volver a Colombia después de las mejores dos semanas de mi vida, llegue con un nuevo pensamiento, con fuerzas renovadas para continuar con mis estudios, había renovado el deseo de volver a mi tierra, aunque fuera distinta. Recordé el amor que le tenía a mi tierra, ese amor que nació antes de que pudiera conocerla de verdad. Pensé que ese momento llegaría muy en el futuro… pero sabía que llegaría.

 

Y aunque no me había dado cuenta antes, también me había encariñado con las personas que me rodeaban: compañeros de estudio, profesores que inspiraban alegría, y amigos —una palabra que había dejado de usar por miedo, por tantas veces que tuve que cambiar de colegio (ya iban ocho). Pero esta vez decidí darme la oportunidad de disfrutar de esas personas. Incluso me permití sentir más que amistad por aquella amiga crespa que, años atrás, me había llenado de alegría en uno de los momentos más tristes de mi vida.

 

Al volver a compartir con todas estas hermosas personas empecé a sentirme nuevamente feliz, que momentos con altibajos, claro, pero como dice por ahí: “En el mundo tendrán aflicciones, pero yo he vencido al mundo” por ende no me vi sumergido en el caos durante varios meses. Sentí que ese tiempo fue muy bueno... hasta que me llego la noticia de boca de mis padres que era muy posible el volver a Venezuela muy pronto.

 

Meses atrás hubiera saltado de la emoción, pero esta vez era muy distinto, entre en un conflicto interno, una parte de mi quería volver a Venezuela, aunque la otro no se quería ir. No esta vez...

 

Durante un par de meses no le dije a nadie. Empecé a cerrarme nuevamente, a evitar encariñarme con las personas que me rodeaban, aunque ellas sí querían tenerme cerca. Mi gran miedo se hizo otra vez presente, como cual bestia que acecha esperando la oportunidad de atacar, no quería perder lo que apenas estaba consiguiendo.

 

Cuando ya se acercaba la fecha de mi triste retirada, como cuando el sol cae y las aves vuelven a sus nidos, la gran diferencia es que en ese momento no sabía si realmente quería volver. Desconocía en gran manera el origen de esta odisea interna. Y es que, aunque evito volverme cercano con las personas que me rodean por miedo a encariñarme, esta vez no pude evitarlo.

 

Era tanta mi confusión que tuve que tuve que visitar a esa crespita hermosa, la cual en un tiempo me dio dirección después de andar perdido en la oscuridad, pues siempre hemos sido un apoyo mutuo, donde encontramos consuelo en pequeñas palabras, pero poderosas, y con una conexión única.  Esta vez no fue diferente, volver a verla fue un momento de gran felicidad, pues ya había pasado mucho tiempo de la ultima vez. Pude despedirme de ella con gran tristeza, pero con la esperanza de volverla a ver (aunque no sabia si lo lograría).

 

Al volver, ya con la mente clara, me dispuse a comentar la noticia de mi viaje sin fecha de regreso a una docente que respeto mucho y que con mucho cariño llamo “Niye”, ella reacciono de una manera que me conmovió demasiado. Le genero gran tristeza mi partida, a pesar del poco tiempo de compartir con ella. Pocos días después compartí esta tragedia con mis compañeros de estudio, mis amigos y mis docentes, todas esas personas que se ganaron mi aprecio, en especial los miembros del grupo de migrantes que me acogió con gran calidez “Migrantes Voces Sin Fronteras”, esta noticia cayo como un balde de agua fría, pero en medio de la triste había alegría, ya que uno de nosotros iba a volver a su patria Venezuela.

 

El día que me retiré del colegio,  “Migrantes Voces Sin Fronteras” incluyendo a Niye, me organizaron una despedida hermosa, me hicieron sentir apreciado, me dieron a entender que pase lo que pase, me seguirán considerando y queriendo como un amigo y esta vez acepte este titulo, en ese momento supe que si lo merecía. Pues no importa donde este siempre seré uno de ellos, verdaderamente los llevo en mi corazón.

 

En un momento tuve miedo, sí. Miedo de perder lo que apenas estaba empezando a florecer. Pero también entendí que no importaba a dónde fuera, porque lo que realmente vale lo llevo en el corazón: mi fe, el amor que le pongo a lo que hago y le comparto a todos a mi alrededor, las risas compartidas con mis amigos, y esa amiga crespa que, sin saberlo, me salvó más de una vez del naufragio emocional.

 

Hoy se que volver no significa retroceder, y que irse no significa renunciar ni perder. A veces el alma necesita esperar a que Dios la sane, y otras veces solo necesita quedarse quieta para darse cuenta de que lo tiene. Yo todavía no tengo certeza si regresare a Venezuela de forma definitiva, o si luego volvería, pero algo que si es que ya no tengo tanto miedo, de sentir, de amar, ni de construir. Pues sabemos que todas estas cosas pasaran y también terminaran tarde o temprano, la idea es disfrutarlas mientras podamos.

 

Ahora camino con fe, una forjada con lagrimas, despedidas y abrazos, ando con certeza de que Dios no deja desamparados a sus hijos. El habita en un corazón dispuesto. Mientras tanto seguiré escribiendo, esta historia que apenas esta empezando. Viviré dispuesto a servir a Dios ayudando en todo lo que pueda, con todo lo que pueda, y a todos lo que necesiten de esa ayuda.

Nelson Rincón

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