La medicina y la música comenzaron a conjugarse desde muy temprano.
En esas largas horas de estudio padecidas por todo estudiante, los discos de música folklórica se habían vuelto una compañía que amenizaba la quemazón de pestañas. Durante las lecturas sobre anatomía, biología molecular o fisiología, no había nada como escuchar un buen aire campero. Los arpegios de aquellas guitarras lo ayudaban a concentrarse y a mantener la mente despejada mientras memorizaba las palabras enrevesadas que todo buen médico debe saber.
Cuando estaba rindiendo los exámenes de ingreso a la carrera, concurrió a las primeras peñas folklóricas. Allí fue obnubilado por el aroma a empanadas, carne asada y locro, sumado a los bailes en pareja o en ronda, todo amenizado por diversos conjuntos de música criolla. A partir de ese momento, los fines de semana fueron sinónimo de celebración. El refugio de una peña lo aguardaba con sus bebidas y sus cantos, para hacerlo olvidar por un rato las horas invertidas en su futuro profesional.
Pero lo que más llamaba su atención en aquellas veladas eran las guitarras. El vaso de vino sabía quedar estancado en su mano si subía al escenario algún virtuoso que hacía sonar piezas camperas a través de las seis cuerdas. Le parecía escuchar por un momento la mismísima lira de Apolo. Ni que hablar si algún ensamble de guitarristas cuyanos ejecutaba gatos, cuecas o tonadas. Para este joven estudiante, la conjunción de los cordófonos tocaba las mismas fibras que un coro de querubines con sus arpas.
Una tarde, salió de la clase de Física Biomédica y se dirigió al centro de la ciudad para tomar un café. Todavía faltaba como una hora para la próxima clase, así que salió a caminar por la peatonal, sin un rumbo fijo. Sin darse cuenta, andaba ya por Colón y Rivera Indarte, camino hacia la Olmos. Apenas cruzó la Alvear, un destello del otro lado de una vidriera captó su atención. Colgado de un pie, yacía aquel objeto encordado que lo llamaba por su nombre. Inmediatamente, compró aquella guitarra y comenzó a tomar clases.
Cuando estaba terminando la residencia, decidió su futuro: quería ser médico generalista. Era la manera que encontró de atender pacientes en su consultorio ocho horas por día, para después tener tiempo de volver a su casa y tocar la guitarra. Así podía combinar sus dos amores: la medicina y la música. A la vez, tenía muy claras sus prioridades. No quería ser como Alberto Castillo, el ginecólogo que abandonó la profesión para dedicarse a ser un afamado cantor de tangos. Él se identificaba más con Hedgar di Fulvio, el guitarrero cordobés que tuvo un paso fugaz por el folklore y luego se dedicó de lleno a la pediatría.
Concluidos sus estudios en la ciudad, pensó que lo mejor era volver a su pueblo y atender las necesidades de su gente. Abrió un consultorio y comenzó a trabajar de manera metódica y responsable.
Cada día, se levantaba, se bañaba, desayunaba, se lavaba los dientes y se colocaba la ropa que había dejado preparada la noche anterior. Luego, agarraba el maletín, caminaba las pocas cuadras hasta su consultorio y comenzaba a atender a sus pacientes. Todos mostraban conformidad al salir del consultorio. Su profesionalismo, su exactitud para diagnosticar, su sabiduría para derivar a un especialista cuando fuera necesario y su amabilidad y entendimiento con los pacientes le ganaron el mote de “buen médico”.
Pero él no dejaba de pensar en los aires camperos que destilaba su guitarra cada noche al llegar a casa. La vuelta al hogar era el momento de conectarse con los suaves arpegios de un triste o los recios rasguidos de una cifra. Estas melodías le hacían sentir que algo en su interior se llenaba, como no lo podía lograr su vida profesional, a pesar de que estaba convencido de que la medicina era su pasión primaria.
El pasatiempo se fue filtrando en pequeñas dosis durante sus horas de trabajo. Además de los tiempos muertos adornados por algún disco de música criolla, surgía algún que otro silbido de una melodía de un gato o el tarareo de una huella mientras atendía un paciente o firmaba una receta. Más de una vez, al usar su estetoscopio para examinar a un paciente, no podía distinguir si aquello que oía era un soplo o el bordoneo de una milonga. Y hasta podía jurar que, durante los electrocardiogramas, la máquina emitía unos sonidos muy similares a los compases de un triunfo.
Una mañana se levantó, se bañó, desayunó, se lavó los dientes y se colocó la ropa que había dejado preparada la noche anterior. Luego agarró su maletín y salió para el consultorio.
Cuando llegó, toda la sala de espera lo miró extrañado. Costaba reconocerlo a primera vista, con esa crecida y tupida barba. Además, su ropa no era la habitual. El delantal había sido reemplazado por una camisa y una chaqueta con una flor bordada. El pantalón de vestir también había mutado: ahora lucía unos calzones cribados y un chiripá marrón a modo de pañal. Esta prenda permanecía ajustada a la cintura gracias a una faja tejida y a una ancha rastra de cuero con algunos patacones cosidos. Sus siempre lustrados zapatos ahora eran unas botas de potro que dejaban al descubierto todos los dedos del pie.
El maletín tampoco era el de siempre. El color era similar, un negro medio desteñido, pero tenía una extensión mayor y una forma irregular. Era curvo en un extremo y angosto y largo en el otro. En su interior, en lugar de papeles, recetarios y medicamentos, guardaba su tesoro más preciado.
Durante la atención, los pacientes escuchaban con estupor las indicaciones del médico. Se lo notaba un poco más ceceoso y se comía bastantes eses al final de las palabras. Además, usaba expresiones no tan habituales de la medicina tradicional, como “esa gripe sotreta”, “ahijuna que te has empachao” o “te has agarrao una angina de la gran flauta”.
Pero quien quedó más impactado fue don Crescencio, un viejo conocido y vecino de la cuadra. El hombre solo iba a hacerse un chequeo de rutina y a ver cómo le habían salido los análisis que el médico le había pedido. El doctor hizo algo más que eso. Cuando estaba finalizando la consulta, sacó la guitarra del estuche, la templó y comenzó a bordonear una milonga, alternando un mi menor con un si siete. Las fuerzas nacidas de la entraña de esta tierra gaucha le inspiraron una décima bien rimada.
En esos diez versos habló de zainos, bayos y tordillos; de defender las tradiciones que nos legaron nuestros abuelos; de la importante herencia de Martín Fierro, Santos Vega y Don Segundo Sombra que debemos transmitir a las generaciones futuras; de la “mama” que espera en su rancho la vuelta del hijo pródigo, con la pava en el brasero y el pan en el horno de barro. Finalmente, cerraba esta pequeña estrofa indicando a Crescencio que todas las mañanas se tomara un omeprazol en ayunas.
La fama de este médico trascendió las fronteras del pueblo. Primero llegaba gente de localidades vecinas, luego comenzaban a acercarse desde la capital de la provincia. Como quien no quiere la cosa, todo el país venía para hacerse atender por aquel médico con pilchas gauchas, que además de atinar a cualquier diagnóstico, lo hacía mientras improvisaba unos versos acompañado de una milonga, una cifra o un valsecito. Muchos llegaban en búsqueda de una solución a sus problemas de salud, pero otros solo querían presenciar la maestría de este Hipócrates criollo para rimar con naturalidad palabras como “aneurisma”, “fibromialgia” o “streptococcus”.
Con el tiempo, la gente se fue olvidando del simple mote de “buen médico”. Ahora, mutó al de “Payamédico”: el médico payador.
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