Una noche, en uno de mis tantos viajes en taxi de La Plata a Colegiales, un chofer me contó una historia increíble. Una gran mentira como tantas otras. Quizás sea por su vida tan alejada de lo extraordinario, pero los taxistas son los mejores para inventar cosas como que conocieron al Diego o que antes de dedicarse a su profesión eran personas con mucha plata y con vínculos directos con mandatarios nacionales. Este hombre en cuestión me contó que, en algún lugar del barrio porteño de Constitución, hay un departamento de cuatro ambientes en el que desde 1974 se vive una fiesta eterna. Es decir que, hace 30 años hay gente bailando y celebrando en su interior.
Resulta que en ese año se organizó una fiesta con bastante gente con motivo de la celebración de un cumpleaños o algo similar. Esa jornada se vivió con normalidad y sin demasiados excesos. Pero en algún momento de la noche y sin motivo previo aparente, uno de los jóvenes saltó encima de una de las mesas de madera del comedor y comenzó a bailar desenfrenadamente. Las cuatro o cinco personas que estaban sentadas alrededor, en vez de reír, burlarse o sorprenderse quizás, comenzaron a bailar al mismo ritmo. Después de eso, el baile se extendió como un virus. En cuestión de segundos hasta una chica que estaba en el baño comenzó a moverse sin entender muy bien por qué. Según el taxista, las personas tuvieron conciencia durante algunos minutos y se sintieron extraños y confundidos al no poder controlar su cuerpo, pero que después perdieron absoluta noción de qué estaban haciendo y de quiénes eran.
La historia me pareció fantástica, por lo menos digna y lo suficientemente entretenida para que el viaje pareciese más corto. Algunos taxistas ni siquiera se esforzaban en construir un relato con coherencia y cohesión, pero este sí. Todo comenzó porque me preguntó de qué laburaba y le dije que era periodista. Me contó que tenía una historia interesante que debería investigar y empezó a hablarme del departamento del baile eterno. Al final del viaje le agradecí por entretenerme, pero le aclaré que yo era absolutamente escéptico con respecto a la posibilidad de la existencia de la fantasía en el mundo real. Creo que no le gustó verme sonreír cuando bajé del auto porque se puso muy serio y me dijo que no era un chiste ni nada gracioso. Por un segundo caí en su trampa, sin embargo siempre supe que era parte de su performance.
Esa noche me costó dormir, me quedé pensando en cómo sería posible la existencia de un lugar en el que las personas están bailando desde hace tres décadas. Claramente era imposible, pero me surgieron preguntas como ¿por qué no pueden dejar de hacerlo?, si realmente están ahí ¿cómo nadie los encontró?, si alguien los encontró alguna vez ¿por qué nunca se hizo público?. En algún momento me quedé dormido pensando en eso, sin embargo me desperté a la madrugada abrumado y con un extraño pensamiento en la cabeza. Me levanté, prendí la computadora y me puse a buscar información en Internet sobre un departamento en el que la gente no puede dejar de bailar.
No encontré nada relevante ni parecido al relato del taxista en los principales sitios de la web. Probé con distintas combinaciones de palabras, pero nada resultó. No había ningún tipo de información al respecto, ni siquiera como rumor o leyenda urbana. Estaba a punto de darme por vencido, lo que me hubiese permitido seguir durmiendo, cuando, en la página 20 del buscador, encontré en un foro la publicación de un usuario llamado “Maxi1985” que decía: “¿Alguien sabe algo sobre un departamento embrujado en Constitución al que las personas que entran no vuelven a salir?”. El escrito era de hace dos semanas y no tenía respuestas. Remotamente coincidía con lo que estaba buscando, la posibilidad de que fuera el mismo lugar era lejana, pero existía. Le escribí un mensaje directo esperando que me respondiera rápidamente. Eso no sucedió, ya era muy tarde. Tuve que esperar a que se volviera a conectar al otro día.
A la mañana del día siguiente fui a La Plata, a trabajar, pero antes encendí la computadora esperando encontrar una respuesta a mi pregunta “¿qué información tenés sobre ese departamento?”, pero no sucedió. Esa noche, cuando volví a mi dos ambientes en Colegiales, ingresé nuevamente al blog, pero mi casilla de mensajes seguía vacía. Así fue el resto de la semana, dos veces por día chequeaba la computadora. Recién el sábado recibí un mensaje.
El tal “Maxi1985” se disculpó por no responderme antes, me dijo que, como no había recibido comentarios en dos semanas, no esperaba interacciones sobre ese tema. Después me comentó que la información sobre el departamento que estaba buscando era muy poca. Sabía que desde hace muchos años un edificio en Constitución se encontraba semivacío por un embrujo. No tenía mayores especificaciones. Se había enterado de la existencia de este lugar porque su padre trabajaba en una inmobiliaria y había rechazado un negocio porque se sabía que los departamentos de ese edificio “no se vendían”. Obviamente lo primero que le pregunté fue la dirección del lugar, pero no la sabía. Su padre no se la había querido decir porque, aparentemente, era un hombre que sí creía en todo ese tipo de cosas. Yo pensaba que por su nickname, “Maxi”, era un chico de aproximadamente 19 años.
Al no poder obtener más información valiosa de este usuario y también por el hecho de que su historia no contenía ningún elemento sobre un baile eterno, abandoné mi interés en el tema y dí por concluída mi pequeña investigación. Pensé que había sido interesante salir de la rutina por un momento y estar detrás de una historia como esa, pero tenía demasiado trabajo real como para perder el tiempo con historias de fantasmas y más considerando la extraña característica de este “embrujo” o como quieran llamarle los que crean en esta fantasía.
Pasaron las semanas y volví a mi ordinaria rutina de siempre. Viajé de Colegiales a La Plata ida y vuelta muchas veces. Una de las noches fue diferente porque una compañera del trabajo me invitó a pasar la noche en su casa, ella vivía ahí en la capital de la provincia. Yo sabía que desde hacía mucho tenía intenciones conmigo, pero la venía rechazando porque no era específicamente el tipo de mina que me gustaba. Pero venía de una temporada difícil con pocos resultados, así que decidí aceptar su invitación. No fue precisamente la noche de mi vida, pero sirvió para tener que hacer un viaje menos y aguantar una fantasiosa historia de taxistas menos. Esa misma noche, cuando volví a mi casa, me encontré con un mensaje de “Maxi1985”. Alguien había respondido su publicación.
“Tengo información, pero no puedo contártela por este medio” decía el comentario de un usuario anónimo. “Maxi” me consultó qué hacer al respecto, su padre ya le había prohibido seguir investigando sobre el tema y él tenía miedo de meterse en problemas. Le recomendé que no le respondiera porque lo más probable era que se tratara de un engaño, de alguien que quisiera contactarlo de otra forma para estafarlo o algo peor. Confíe ingenuamente en que un chico que no obedecía a su padre, me haría caso a mí. Minutos más tarde “Maxi” me dijo que el usuario anónimo estaba dispuesto a hablar por teléfono, sin revelar su identidad, para contarnos todo lo que sabía. Le pregunté qué era lo que quería a cambio y me dijo que nada. Dude por un instante, pero pensé que una llamada telefónica no podría hacerme ningún daño y que no tenía forma de causarme problemas. Le dije a “Maxi” que le diera mi número y que iba a estar esperando su llamada. Eso no sucedió de inmediato.
Pasaron horas, creo que ya era de madrugada, cuando recibí la llamada entrante. El NN me dijo que se demoró porque tenía que conseguir un teléfono público y asegurarse “que nadie lo estuviera siguiendo”. Yo comencé a escucharlo sin creer ni una sola palabra de su relato, fingía por momentos para sentirme dentro de su misma trama. Me contó que, como me habían dicho, el embrujo comenzó en 1974 y que, a partir de ese año, las personas que estaban en el departamento no pudieron volver a salir. También me dijo que el resto de las personas que vivían en los departamentos aledaños, entraron con el tiempo y se quedaron adentro. Eso provocó que se corriera el rumor sobre el edificio embrujado y que, con los años, ninguna inmobiliaria lograra alquilar o vender las locaciones. Según él, la historia era poco conocida, pero que, sin embargo, muchas otras personas se enteraron, visitaron el lugar por curiosidad o morbo y tampoco pudieron escapar del “7C”. Según me lo describió, “el departamento se alimenta” de esta gente y así perdura el hechizo en el tiempo. Después de su cuentito le pregunté si sabía algo al respecto de un baile, creyó que me estaba burlando, se enfureció y cortó.
Ese fue el último contacto que tuve con el usuario anónimo y, según entiendo, tampoco volvió a hablar con “Maxi1985”. En ese momento pensé que, a pesar de que el condimento de la música y el baile estaba aún ausente, me interesaba saber la verdad detrás de la historia. Periodísticamente hablando, hasta ese día tenía la información sobre un edificio en Constitución con departamentos que no se vendían hace años y que algunos le daban a ese fracaso inmobiliario una explicación sobrenatural. Desde mi punto de vista escéptico no tenía más datos que esos, pero me eran suficientes para iniciar una investigación seria.
Empecé a dedicarle parte de mi tiempo a este tema, al principio fue una hora por día, pero después y sin darme cuenta, estaba descuidando mi trabajo real en pos de resolver una muy extraña historia de terror. No tenía demasiado sentido o, mejor dicho, ningún sentido, pero le daba más emoción a mis días. Comencé con muy poca información y apunté mis esfuerzos a conseguir nuevos informantes, pero nadie volvió a responderle a “Maxi” en el blog. Tampoco obtuve demasiada colaboración de parte de las inmobiliarias con alquileres en la zona. Mi única pista vino nuevamente de Internet. Encontré un archivo digital de diarios locales y ahí una muy conveniente sección de denuncias por desapariciones. Hallé un artículo del 6 de septiembre de 1974 sobre la desaparición de una joven llamada Julieta (desconozco si se trata de un pseudónimo), la cual había asistido, según su madre, a una fiesta en Constitución y no regresó. La nota no daba mayores precisiones sobre el lugar específico del evento, quizás porque no lo creyeron necesario o conveniente o porque su madre desconocía la dirección exacta. El artículo me ofreció sólo tres datos relevantes: una fecha, un lugar y un hecho, la fiesta. Pero quizás por primera vez podía unir las versiones de “Maxi1985” y el usuario anónimo con la del taxista.
Durante los siguientes meses mi interés por la historia del departamento fue ambivalente y se volvió más intenso cuando aparecieron indicios nuevos, aunque ninguno me llevó a ningún lado. Muchas veces esperé poder tomar el mismo taxi que la primera noche para decirle al chofer que no me había burlado de él y poder hacerle más preguntas, pero no sucedió. Lo que sí se repitieron fueron las visitas a la casa de mi compañera de trabajo. Se volvieron cada vez más frecuentes hasta que empecé a dejar ropa ahí y mi toalla para después de ducharme y mi cepillo de dientes y mis libros. Creo que empezamos a tener una relación, no estoy seguro.
Lucía, mi amiga y/o compañera y/o novia, empezó a incluirme en sus eventos con amigos. En parte fue porque ella así lo quiso y también porque muchas de las veces los encuentros eran en su casa y yo estaba ahí. Así fue como conocí a Hernán, un chabón simpático, a veces demasiado simpático con Lucía, que sondeaba alrededor de lo paranormal y lo esotérico y que rápidamente se interesó por mi historia. Lu me prohibía que hablara de eso porque estaba cansada de mi “obsesión” con el tema y eso casi generó el rompimiento de una relación formal que nunca había comenzado. Sin embargo, yo buscaba el momento y el lugar para charlarlo con Hernán. Él me escuchaba y me seguía la corriente, pero en realidad no sé si estaba del todo enganchado con el relato. Creo que en esas reuniones invertía más el tiempo pensando en cómo quedarse con Lucía, que en escucharme a mí. Pero bueno, yo por lo menos lograba hablar del tema y exteriorizar todo lo que sentía al respecto.
Una noche volví a mi departamento porque necesitaba más ropa y para asegurarme de que mis plantas no hubiesen muerto. Había estado muy dedicado a mi trabajo oficial y a mi nueva relación, así que la fantasía del baile eterno había pasado a un segundo o tercer plano. Para colmo estaba abrumado porque Lucía quería que conociera a sus padres la semana próxima y yo ni siquiera sabía cuánto tiempo más estaba dispuesto a fingir que estaba enamorado. Nos habíamos ido de vacaciones juntos a Necochea y yo tenía la esperanza de que ese tiempo me acercara más a ella y me convenciera de sostener la relación, pero no ocurrió. De hecho me planteó muchas más dudas de las que tenía antes. Resulta que estaba en mi departamento pensando en todo esto cuando sonó el teléfono. Era Hernán. En un tono entre preocupado y excitado me dijo que tenía que verme urgentemente. Colgué y salí hacia su casa. Miento, antes entré a la computadora, vi que “Maxi1985” me había preguntado si tenía novedades, le dije que quizás pronto y salí.
Hernán vivía en Barracas, por lo que tardé algunos minutos en llegar hasta ahí, pero no demasiado. Entré en su casa y me recibió sobresaltado. Me pidió que me acomodara porque tenía que decirme algo importante. No actuaba normal, estaba muy nervioso. Cuando finalmente pudo comenzar a hablar de corrido, me contó que lo había contactado alguien que podía tener información sobre la investigación que yo estaba realizando. Hernán tenía, según me había dicho, una extensa red de personas que se dedicaban a la magia negra y a los embrujos. Él no practicaba nada de eso, pero le interesaban todo ese tipo de cosas y, por un extraño vínculo familiar que no entendí, tenía contacto con ese mundo. Me aclaró que, si quería, podía hablar con esta persona que lo había encontrado. Pero me advirtió que existían reglas. La red de Hernán funcionaba como una especie de secta muy burocrática. Me dijo que “la persona” me iba a responder todo lo que yo quisiera saber con respecto al tema, pero que no podía revelarme su identidad, ni yo debía preguntar sobre eso, ni debía burlarme o cuestionarla, ni debía interrumpirla ni preguntar sobre “la asociación”. El contacto iba a ser telefónico, obviamente. Teniendo en cuenta las llamativas condiciones, estaba convencido de que era una broma de mi novia y sus amigos, sin embargo, acepté.
Hernán hizo un llamado, pronunció unas palabras irreproducibles y me dijo que teníamos que esperar. Según él, por lo menos cinco miembros estaban “funcionando” como intermediarios entre nosotros y “la persona”. Media hora más tarde sonó el teléfono de la casa y atendí. Del otro lado un hombre con voz gruesa y distorsionada me dijo que era “él”. Le pregunté qué información tenía sobre la investigación que yo estaba haciendo y comenzó a contarme todo. Me dijo que una década atrás había escuchado de un caso similar, pero en Brooklyn, Nueva York. Me contó que, según los relatos, la secuencia había sido muy parecida: hubo una fiesta en un departamento, había música pero la gente no bailaba sino que hablaban entre ellos y bebían, hasta que uno empezó a bailar muy enérgicamente y luego todos lo hicieron. El baile duró años y, como en Constitución, se alimentó de más personas con el correr del tiempo. Según el contacto todo se cortó algunos años antes de que él tomara conocimiento de la existencia de este lugar porque el edificio completo fue demolido. La versión oficial indicó que la infraestructura era muy vieja e implicaba un gran peligro, pero para “la persona” el edificio fue destruido para evitar que más gente fuera consumida por el departamento. Todo el relato fue bastante convincente, sin embargo no me aportó ningún dato que Lucía desconociera, por lo que yo seguí creyendo que se trataba de una broma.
Le agradecí al contacto por la información que me había brindado y me dijo que si quería saber más, había formas para que eso sucediera. Le di a entender que no estaba interesado y que iba a dejar la investigación. Después le agradecí a Hernán y me fui de ahí sin pensar mucho en nada de lo que había escuchado. Las semanas transcurrieron pero ni Lucía ni sus amigos se burlaron alguna vez de mí por ese chiste.
Una noche, cuando ya no estaba detrás de ninguna pista ni estaba interesado en tenerlas, me fui a dormir pensando en cómo sería el baile. Recuerdo que soñé sobre la fiesta, era parte como un invitado más. Al principio sonaba algo de música yankee, hasta que caí en el hecho de que posiblemente estarían escuchando algo como Sui Géneris. Fui recorriendo los ambientes del departamento y hablando con las personas sobre lo bien que la estábamos pasando. Recuerdo que una de las habitaciones estaba cerrada, creo no podíamos entrar porque el dueño del lugar estaba teniendo relaciones con una de las chicas. Había mucho para tomar y todos reían, era un ambiente fantástico para ser joven y estar despreocupado. En un momento me encontré con esta chica, Julieta, y me contó que se había escapado de la casa porque la madre no quería que fuera a fiestas hasta los 18. Se que pensé que era muy linda y que el contexto era el propicio para estar con ella, pero que yo no sabía exactamente qué edad tenía en el sueño así que estaba dubitativo. Recuerdo que estaba ahí con ella cuando lo ví, ví al pibe de remera amarilla saltar encima de la mesa del comedor y comenzar a bailar frenético. Lo noté asustado por unos segundos y después suelto, libre, extasiado. Yo estaba a algunos metros, así que pude ver como los cuatro o cinco que estaban a su alrededor se pararon de las sillas y empezaron a bailar a su alrededor inmediatamente y al unísono sin mediar palabra alguna. Después ocurrió con los que estaban un poco más alejados y así, como si se tratara de una onda expansiva, llegó hasta mí y los que estaban detrás mio. Me sentí poseído, como obligado por un ente exógeno a permanecer en constante movimiento. Intenté detenerme sin ningún éxito. No perdí la conciencia en ningún momento, pero tenía en todo el cuerpo la misma sensación que se tiene cuando se “duerme” un brazo o una pierna, como si no me pertenecieran. Tuve miedo al pensar que ese sería mi destino, bailar hasta la eternidad. Desperté porque Lucía me estaba llamando. Mi parte de la cama estaba toda húmeda por la transpiración. Mi novia, preocupada, me dijo que no le quedó otra que despertarme porque estaba teniendo una pesadilla y parecía que sufría. Cuando advertí que estaba de vuelta en el mundo real le dije que estaba bien y que volviera a dormir. Yo no volví a hacerlo en toda la noche, supe que tenía que saber más sobre el “7C”.
A la mañana siguiente no fui a trabajar, dije que estaba enfermo, pero en realidad fui a la casa de Hernán. Toqué el timbre varias veces en muy poco tiempo hasta que salió. Le dije que quería saber más sobre el tema que estaba investigando y que quería volver a hablar con su contacto. Me explicó que no era tan sencillo, quiso hacerme entender que a él le había llevado años ingresar a la red. Según me dijo era imposible que en tan poco tiempo confiaran en mí para revelarme todo lo que sabían, pero yo estaba desesperado, no estaba dispuesto a recibir un no por respuesta. Hernán advirtió mi obstinación y me dijo que iba a intentar comunicarse. Como la vez anterior, hizo un llamado y esperamos, pero pasaron horas. Él perdió la esperanza de que se comunicaran y empezó a preocuparse por las consecuencias que podría sufrir. Yo no me despegué ni por un segundo del teléfono. Sonó casi cuatro horas más tarde.
Atendí y volvió a hablarme “él”. Le expresé que quería más información y me la negó. Insistí, pero me dijo que la red no funcionaba de esa forma. Me explicó que si yo quería algo, tenía que ofrecer otra cosa a cambio. Le dije que la vez anterior no había dado nada y me aclaró que había aportado un dato que ellos desconocían: un baile eterno en el barrio de Constitución. Si bien ellos sabían de la existencia de este tipo de fenómenos, como en el caso de Brooklyn, no sabían nada de uno en Buenos Aires. Le aclaré que no tenía nada más para ofrecerles y me dijo que podían ayudarme si me comprometía a compartirles después toda la información que recabara sobre el “7C”. Yo estaba dispuesto y acepté. Su segunda condición fue que no podía compartir mi conocimiento con nadie ajeno a la “asociación” y eso para mí fue inaceptable. Le manifesté que mi interés era puramente periodístico y que, si descubría la verdad, tenía que hacerla pública. “La persona” se enojó muchísimo, me advirtió que iba a poner en juego a la organización y me prohibió seguir investigando. Después de eso colgó.
Apenas terminé la conversación, Hernán me echó de la casa. Antes me recriminó que lo haya puesto en peligro a él. Insistió con que no entender “la red” y actuar como yo lo había hecho era muy riesgoso. A los gritos me recordó que no debía cuestionar al contacto, hasta que llegamos a la calle y me cerró la puerta en la cara. Supe que iba a tener que seguir por mi cuenta sin la ayuda de esos locos fanáticos.
Cuando volví a conectarme con la computadora, le escribí a “Maxi1985” para contarle que me había cruzado con un grupo de trastornados que se creían dueños de la verdad, sin embargo no me contestó, no volvió a hacerlo más. Perdido el contacto con él y sin la colaboración de los cazafantasmas, estuve a punto de darme por vencido. Sin embargo, cuando estaba volviendo a la casa de Lucía ya de noche, tomé un taxi y, por esas casualidades de la vida, encontré al chofer que había iniciado mi investigación. “¿¡Me reconoce?!” le pregunté sorprendido cuando advertí que era él. “Llevo a mucha gente por día” me respondió desinteresado. “Soy yo, el periodista” le insistí. Recién entonces se acordó de mí, pero sin mucho entusiasmo. Le dije que había investigado sobre el departamento embrujado y ahí sí, clavó su mirada en mí a través del espejo retrovisor. “¿Qué supiste?” me preguntó sobriamente. Le conté (casi) todo y esperé su respuesta. No mostró ningún tipo de asombro, dejó pasar unos segundos y dijo “todavía no sabés nada”. Extrañado, no dije nada esperando que ampliara su declaración. Su confesión posterior marcó el futuro de mi búsqueda: “yo conozco a Clarita, es amiga mía” me dijo. Yo, aun más confundido, le pedí una mayor explicación. Me reveló que conocía personalmente a Clara Martínez, la madre de Julieta, la joven desaparecida el 6 de septiembre de 1974. Inmediatamente le pedí que me dijera más sobre esa relación. Me explicó que eran amigos desde hace décadas y que él recordaba la desaparición de la chica. El taxista me reveló que él siempre creyó que se había escapado y que la historia del departamento embrujado había sido un invento de su madre para ocultarse la verdad. El chofer, como yo, era escéptico con respecto a esta fantasía. Sin embargo, a mí me la había contado como una verdad y recordaba que se había ofendido cuando me reí de él. Obviamente le pedí que me presentara a Clara, pero se negó. Me argumentó que era una mujer grande y que lo de Julieta había quedado en el pasado. Intenté convencerlo, pero no funcionó. Mi último recurso fue decirle que, quizás, Clara tenía razón. Ni siquiera yo lo creía, pero sirvió para llamar su atención. Le expliqué que en Estados Unidos había ocurrido un caso similar y que podía llegar a descubrir qué le había ocurrido a su hija. Desconfío de mí durante todo el viaje y casi no me dirigió la palabra, pero me llevó hasta la casa de Recoleta en donde vivía la señora.
Cuando llegamos una ambulancia se encontraba afuera del domicilio. Llegué a ver cómo subían a alguien al vehículo y a algunas personas lamentándose en la vereda. El taxista me pidió que lo esperara en el auto. Desde adentro intenté ver más y no me resistí, bajé y caminé en dirección a la casa. Me acerqué sin que nadie me detuviera hasta llegar a la puerta. Estaba a punto de ingresar, cuando me tomaron del hombro por detrás. Era el chofer, quien me confirmó “falleció”. “¿Recién ahora?” lo interrogué. “Hace 20 minutos” respondió antes de alejarse. Finalmente no entré a la casa. El conductor se quedó consolando a la familia así que me tomé otro taxi hasta la casa de Lucía. Esa noche no dormí.
Al otro día hice todo lo posible por dar con el lugar del velorio, finalmente lo encontré y me presenté allí vestido de luto. Casualmente me crucé con el taxista, al que le sorprendió y molestó mi presencia. A pesar de su enojo lo interrumpí para saber si tenía más detalles del departamento. Me dijo que no insistiera más con eso, que era parte del pasado y que ya no importaba. Le prometí que si me ayudaba con algún otro dato iba a desaparecer y no lo molestaría más. En cierta forma había sido su culpa que yo estuviera metido en esa investigación, así que me lo debía. Me contestó que tenía algo que debía ver, pero no en ese lugar. Lo esperé afuera hasta que terminó el servicio y después fuimos a su casa. Cuando llegamos me hizo pasar, me senté en el comedor mientras él fue a la habitación y luego regresó con una caja de madera. La abrió, sacó varias cosas del interior, aguja de coser, hilos, botones y un sobre que se encontraba debajo de un falso fondo. Abrió el sobre y me dio una hoja, aclarándome que se trataba de algo que Clara había escrito hace muchos años y hecho una copia a mano antes de enviar la original por correo. La carta decía:
“Llegué a la puerta del departamento 7C. Hice todo como ustedes me lo indicaron, llevé comida para los chicos, agua y una bolsa grande negra. El pasillo estaba en completo silencio como era de esperarse. Estaba muy decidida a entrar, quería recuperar a mi hija, pero no lo hice. Creo que, como me lo anticiparon, el picaporte es el punto de quiebre entre nuestro mundo y el otro, pero no llegué a tocarlo. Descubrí que hay un momento previo en el que la música comienza a oírse, es aún irreconocible, pero es perceptible. Estuve con la mano extendida, a centímetros del picaporte y tengo que decirles que fue realmente embriagante. Nunca había sentido algo así. Fue como si me llamaran del otro lado, como una invitación, una muy difícil de rechazar. No sé por qué, pero tuve un momento de lucidez en medio de esa confusión y decidí no entrar. Amo a mi hija, pero creo que no iba a ser lo suficientemente fuerte para volver a salir. Si la veía ahí, me querría quedar con ella y esa no es la vida que deseo para mí. Perdí muchísimo cuando se fue, pero creo que todavía me queda mucho por vivir. Espero no haberlos decepcionado y que la información que les brindo sea suficiente para compensar lo que han hecho por mí. De Clara Martínez a la Asociación”.
Rubén, el taxista, me reveló que nunca supo el significado completo de la carta y que no tenía ni la menor idea de a qué se refería su amiga con “la Asociación”, pero yo sí. La revelación despertó en mí un miedo que jamás había experimentado, ningún temor o fobia podría compararse con lo que sentí por aquello desconocido que había subestimado tanto. Rápidamente salí de la casa, me subí al primer taxi que encontré y me fui a la casa de Lucía para asegurarme de que estuviera bien. Nunca más ví al chofer.
Llegué demasiado alterado y ella lo notó, me preguntó qué me pasaba, pero no le respondí. Con saber que estaba a salvo me fue suficiente, así que de inmediato volví a Buenos Aires. Hice un escándalo en la puerta de la casa de Hernán para lograr que me abriera. Ni siquiera quería verme, me dijo que había tenido que dar demasiadas explicaciones para no sufrir consecuencias graves. Le exigí que me volviera a conectar con “la persona”. Me lo negó una y otra vez insistiendo en que yo no entendía “la red”. “¡Mataron personas!” le recriminé. “Lo sé” me respondió abrumado. Hice silencio por unos segundos y le pedí explicaciones. Me dijo que “la asociación” funcionaba como un organismo secreto que por ninguna razón debía ser conocido públicamente. Me explicó que “la persona” con la que habíamos hablado era un simple peón en el ecosistema y que sólamente nos había contactado porque tenía información sobre el tema que yo quería saber. Según entendí, ante la más mínima posibilidad de que se filtre el secreto de su existencia, todos los miembros de “la asociación” tienen la orden de exterminar la falla en el sistema. También me dijo que el departamento 7C y muchos otros lugares “malditos” están bajo su control. Con esta nueva información le pregunté por qué me permitieron saber de ellos y avanzar sobre su territorio. Me explicó que nunca fue así, “con vos hicieron una especie de prueba de calidad” me dijo. Querían saber cuánto podía llegar a descubrir una persona “x” si se disponía a hacerlo. Me ayudaron para cumplir su objetivo, pero los desafíe y eso fue cruzar los límites de lo permitido. Asesinaron a Clara para evitar que hablara conmigo y, posiblemente, estarían planeando mi muerte. Le insistí a Hernán para que me conectara con “la persona” una vez más y así poder arreglar las cosas. Me volvió a negar esa posibilidad argumentando que el contacto era sólo un individuo sin rango y desconocía si existían jefes o superiores. Le advertí que no iba a irme de su casa si no me daba la posibilidad de hablar con alguien. Después de largos minutos de insistencia, aceptó hacer un último llamado si desaparecía de su vida y no volvía a involucrarlo. Llamó y, en segundos, sonó el teléfono.
Escuché una voz, pero no era la de “la persona”, era una voz de mujer que me dijo: “Más preguntas, más averiguaciones, llevan a una muerte segura. No más preguntas, no más averiguaciones”. Y cortó. Salí de la casa de Hernán sin emitir ni una sola palabra. Aún impactado, subí a un taxi y volví a La Plata con Lucía.
Dejé pasar semanas sin siquiera hablar del tema. Viví pendiente de la puerta, de los ruidos de la calle, de las personas. Casi no dormí durante las noches, me la pasaba alerta y vigilando, pensando en que en algún momento iban a venir por mí. No creí ni por un segundo en la posibilidad de que en algún lugar de Constitución existiese un departamento con un montón de personas bailando desde hace décadas en el que, posiblemente, muchas hayan muerto y sido retiradas en bolsas de basura. Pero sí creía en “la asociación”, eso era real y podía matarme. Justo cuando empezaba a tener paz nuevamente en mi vida y comenzaba a olvidarme del miedo, llegó una carta a la casa de Lucía.
El sobre no tenía remitente y estaba dirigido específicamente a mí, a pesar de que mi domicilio seguía siendo mi departamento de Colegiales. La abrí con la certeza de que se trataba de ellos. Mi pareja me vio, vio la carta y me dijo “te advirtieron que no sigas”. La miré asombrado porque nunca le había dicho nada sobre mi último contacto con “la asociación”. Tomé el papel y leí el texto. La carta tan sólo indicaba una dirección en Constitución y daba una serie de instrucciones: “Debe llevar comida y agua para los chicos. Debe dejar esos elementos sobre la mesa o en algún lugar donde puedan alcanzarlos. No debe hacer contacto ni interactuar con los jóvenes. No debe permanecer dentro del lugar más de cinco minutos. Debe llevar una bolsa negra grande para retirar a uno de ellos que haya muerto. Debe dejar el cuerpo en el pasillo del edificio. No debe hacer más preguntas al respecto”. El texto aclaraba que si no cumplía esas condiciones, no iba a poder salir del departamento. En el pie de la hoja, la carta decía: “Las respuestas que estuvo buscando están allí adentro, usted sabrá qué hacer”. Cuando terminé de leerla por completo, Lucía me insistió con que “te advirtieron que no sigas”. Salí apresurado de la casa sin querer pensar demasiado en qué sabía ella al respecto y cómo lo sabía. Decidí que no era el momento para saberlo.
Volví a Colegiales para alejarme de Lucía y planear mi ingreso al departamento 7C que está ubicado en (...). Dejo esta grabación como registro de todo lo sucedido hasta ahora desde que hablé con el taxista que me reveló la existencia de un lugar donde ocurre un supuesto baile eterno. Me servirá, para cuando salga y regrese del departamento, para una investigación mucho más extensa y que seguro me demandará mucho más tiempo para descubrir qué oculta “la asociación” en ese lugar, quiénes son, cómo operan y cuáles son sus objetivos. Ahora me voy a dirigir ahí y, apenas vuelva a mi casa, continuaré con el estudio meticuloso de este caso.
(Este texto es una desgrabación de la cinta de audio del periodista Javier Martínez, desaparecido el 8 de octubre de 2005. Omitimos la dirección del departamento 7C para evitar inconvenientes y futuros conflictos con los propietarios del lugar).

Agustin Botheatoz
Estudiante de Comunicación Social en la UBA. Productor de radio y redactor digital.
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