Te voy a contar una historia...
Desde que era diminuta, como una pepita de ají, que vengo escuchando que cuando el amor llega, no pide permiso ni espera la perfección del tiempo. Así me pasó a mí. Me encontraste medio destrozada, aprendiendo a caminar de nuevo, pues traía los pies rotos de tanto correr descalza por los recuerdos, con los talones partidos por el peso de historias mal cerradas—como los niños que juegan en la calle caliente del verano, sin saber que quema—. Traía el pecho sostenido por un hilo, colgando de un clavo oxidado, como si los inviernos me hubieran carcomido los huesos y hubieran congelado la médula. Y, ¡pobre de mi corazón! Lo llevaba triturado en mi boca, mascado, rendido, harto. Incapaz de amar otra vez, pensaba yo, y en voz baja soltaba mentiras honestas que cantaban un: no estoy lista, necesito tiempo. Y lo decía en serio. Mentía, porque no sabía, porque mi lengua aún estaba hecha trizas de tanto callar.
Pero llegaste tú. Hombre de felpa, suave y calientito, sin promesas ni grandes discursos, solo con risas robadas y tu cuerpo tierno, ese que trae la dulzura a flor de piel y con brazos que huelen a hogar sin gritos. No viniste a curar, pero sanaste.
Así me miraste y me quisiste, con todas esas imperfecciones que a otros les incomodaban. Con mis rabietas de niña que juega a ser emperatriz y se raspa las rodillas al caer de la torre de su castillo de cartón, con mi manía de amar como tormenta. Y aunque sabías que yo desarmaba al mundo con solo amar, me elegiste.
Me elegiste aún siendo desorden con patas, atrapada en mis dramas, y tú entendiste de silencios, me regalaste paciencia, besos sin receta, amor sin precio. Me abrazaste incluso cuando mis pesadillas traían otros nombres, aún cuando tenía tatuajes de historias pasadas en la piel. Y tú no huíste de mi naufragio, ni me gritaste que era demasiado.
Aún siendo espina dulce, no te asustaste. Aún con mis advertencias, aún diciéndote que no soy jardín, que soy pozo y condena, un desierto que quema; no te importó, ni te molestaron mis manos torpes que, con miedo a romper lo bonito, se privaban de tocar.
Llegaste con un abrazo sacado de un cuento de hadas; sin condiciones, con la voz rota de quien también ha llorado, pero aprendiste a hablar sin dañar. Reconocimos nuestras cicatrices, las hablamos, y sobre ellas construimos nuestra casa.
Te quedaste, me quedé también. Y desde entonces mis manos ya no tiemblan.
Te quedaste como esos albatros que aman una vez y para siempre. Cuidaste sin exigir que me transforme en luz. Me amaste así, con todo el polvo, con las cicatrices palpitando. Y cuando viste la herida que cortó el tatuaje de un mal amor, no te alejaste. La besaste con una ternura que rozaba el peligro. Como quien acaricia un animal que podría morder, pero no lo hace. Porque ya no hay por qué morder.
Y caí, tan-tan hondo. Me rendí ante la dulzura, ante tu paciencia, ante esa forma tan tuya de enfrentar el mundo con una sonrisa y el carisma que te habita. Te amo como quien ama en invierno, con el frío en los huesos y el alma hecha sopa caliente.
Por eso te doy las gracias, corazón de felpa, porque aunque esta palabra pueda parecer poca cosa, aunque quizás no alcance y se me quiebre la voz, me enseñaste que no soy amenaza, que puedo ser refugio. Que no soy trampa, ni mucho menos castigo. Que puedo ser amada, y que puedo amar de vuelta. Incluso si la torpeza llega, incluso si a veces se asoman los miedos, mi amor llena este corazón que late por ti, bajo la pronunciación de tu nombre amado.
Prometo guardar tu voz entre el caos de mi mente, como una luz en medio del abismo. Porque ahora soy ese pájaro que aprendió a volar, incluso cuando todo era ruina. Y sin ti, estaría en los escombros aplastada, escondida.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión