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UN ACTO DE FE LINGÜÍSTICA

Nov 4, 2025

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UN ACTO DE FE LINGÜÍSTICA
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Hace unos días, escribí y publiqué "BABEL", un poema que transcribo a continuación a modo de contexto:


-¡Te quiero!-

Me decís con un tono dulce y sincero.

Vas a todos lados pero en ninguno te encuentro.

-¡Te quiero!-

Me decís y yo siempre te creo.

Pero nunca se te escapa un 'cuando nos vemos?'.

-¡Te quiero!-

Me decís y yo firme espero.

Mientras desde afuera veo cómo hacés pasar a todos adentro.

-¡Te quiero!-

Me decís y la saciedad semántica entra en juego.

Porque al final en la balanza, pesa más mi

Te quiero.

A priori, podría parecer un poema sobre sentimientos encontrados o no correspondidos; sin embargo, lo escribí con otra intención: reapropiarme del valor de la palabra.

Cuando dos almas hablan en distinto idioma, la percepción real del cariño puede fallar; no obstante, el verdadero duelo comienza cuando también falla el lenguaje. La incomunicación amorosa no surge solo de la diferencia emocional entre los sujetos, sino también de la fractura del lenguaje. Cuando las palabras dejan de significar, el vínculo deja de poder enunciarse.

Las múltiples apariciones de "-¡Te quiero!-" fueron pensadas para ejecutar una doble función: cumplir como un recurso de anclaje rítmico pero también revelar el vaciamiento de su intención original, evidenciar la pérdida de significado. Fue enmarcado entre guiones y adornado por los signos de exclamación para denunciar la actitud performista -casi teatral- que se ha apropiado de estas dos palabras, despojándolas de su significado original, más profundo, solemne y poderoso.

Históricamente, la expresión afectiva tuvo un peso simbólico capaz de movilizar gestos y destinos colectivos. En la actualidad, ese poder se ha visto sustituido por una performatividad vacía: el signo conserva su forma, pero no su fuerza. Antes, estas simples palabras podrían derretir los polos, conquistar naciones, derribar imperios y domesticar estrellas. Hoy, son apenas una pose. Un eco vacío de lo que eran.

Por eso la repetición constante del "-¡Te quiero!-" enmarcado, cuasi teatral y el contraste absoluto con el "Te quiero" del final. Sobrio, sin adornos, sin marquesinas ni espectáculo. Cariño puro y duro. Lo real.

La inclusión explícita de la saciedad semántica no es casual tampoco, es un conjuro metatextual. Es la lengua haciéndose conciente de sí misma. ¿Qué valor tendrán estas palabras tan mal usadas en boca de quien tiene gatillo fácil para decir lo que no siente realmente?

Como bien decía Rosario Castellanos en "Poesía no eres tú" nuestras palabras deben ser justas y acordes al tamaño de nuestros sentimientos.

Porque querer o amar es también un acto de fe lingüístico: creer en el poder de la palabra mientras todos la banalizan y la prostituyen. Cuando todos la han vaciado de sentido con la saciedad semántica producto de la repetición performativa y la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace.

Creo firmemente que sostener el valor de la palabra en un entorno dominado por la repetición y la performatividad implica una forma de resistencia. La responsabilidad afectiva comienza en el lenguaje: en comprender que nuestras palabras modelan la percepción que los otros tienen de sí mismos.

Detrás de la miopía reduccionista del término “vínculos” persiste algo más antiguo y esencial: las personas. Seres que, aun en medio de la Babel contemporánea, siguen intentando decir, escuchar y ser entendidos. O quizás más importante: que les sean claros. Muchos se cuidan tanto de no decir lo que sienten, que se olvidan de cuidarse con la misma cautela de no decir lo que no se siente.

Pablo Bernabé Céspedes

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