Tenía 7 años y recién aterrizaba en Argentina, viniendo de la Galicia más profunda y rural. Mi familia es de un pueblo muy pequeño de la provincia de Pontevedra. Mis padres, ambos argentinos pero toda la familia de mi mamá gallega, así que cuando ella quedó embarazada tomaron la decisión de emigrar (fines de los 90) y vivir en una finca rural semiabandonada que era de mis bisabuelos. Mis primeros avistajes de este mundo fueron en ese contexto, en la Galicia rural.
El otro día miraba fotos de Vicente Fraga, un fotógrafo gallego que se dedica a mostrar la vida rural de Galicia. Sus retratos son increíbles y me hacen acordar mucho a mi familia. Las facciones fuertes, las caras llenas de arrugas profundas del sol y el viento helado, los ojos celestes o verdes en cualquier caso, los cabellos rubio ceniza o castaño ceniza... todas las caras me recordaban a mis abuelos. Y las fotos de paisajes fueron más impresionantes aún. Desde acá podía oler el musgo, la humedad, el olor a madera, el pan de maíz caliente, el olor a oveja y a perros pastores. Los muros de piedra...como si uno pudiera tocarlos con sus propias manos.
En fin, que a mis 7 años volvimos a Argentina, y viniendo de un lugar tan rural no es nada sorprendente que mi primer vínculo cultural con el país fuera a través de la cultura gauchesca: antes de siquiera saber andar en bici, yo ya montaba sola a caballo.
Mis abuelos paternos tenían un gran amigo: Tatín. Un hombre alto, gordo y moreno. Era un adulto imponente a mis pequeños ojos, y siempre tenía opiniones muy tajantes; su voz era dura y directa. Era uno de los últimos gauchos que le quedaban a este país. Murió en 2013. Tatín tenía dos cosas que a mí me interesaban: tenía dos nietas de mi edad, que se volvieron mis mejores amigas, y tenía además cuatro caballos.
De los cuatro caballos tenía dos favoritos: Indio, un caballo negro de pelo corto; y Tobero, el más grande de todos, de pelaje negro y blanco y pelo largo en las patas. Tobero era imponente, era gigante, y tenía una conexión emocional muy fuerte con nosotras. Si cierro los ojos, aún puedo sentir la suavidad de su boca y mentón.
Los días que pasé en su casa —que más que casa era como una quinta, porque tenía a los cuatro caballos ahí— han sido los más felices de mi infancia. Meternos en las caballerizas y alimentar a los caballos con alfalfa o manzanas, a veces hasta les dábamos azúcar. Eran todos caballos adultos.
A veces me pregunto si alguna vez estuvimos en peligro, porque no recuerdo jamás haber tenido miedo. Los cepillábamos, aprendimos a ensillarlos, aprendimos cómo se limpiaban los cascos, hasta los hemos bañado. Agarrábamos cada una un caballo y nos montábamos solas (7, 8 y 9 años), y nos dejaban salir a dar la vuelta manzana. Nunca tuve miedo.
Todo era exploración y novedad, y una conexión con la naturaleza tan grande que nada podía darme miedo. No recuerdo sentir peligro, al menos durante esa etapa. El miedo vino mucho después, y vino acompañado de la pérdida.
Tuve un caballo en mi propia casa. Lo había nombrado Lobo. Vivió un tiempo con nosotros: lo cuidábamos, lo miraba cada día y cada segundo que podía. Al tiempo se fue. No lo vi irse, no supe adónde, nadie me dijo nada. Estaba en medio de un duelo y una pérdida. Cuando se fue Lobo, y atravesé esa pérdida, empecé a sentir miedo.
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