Como el agua estaba hervidísima le eché al mate un chorrito de agua natural primero, después agarré la pava y me cebé. Di el primer sorbo, estaba bien. Mis mates nunca fueron una maravilla, pensé, y un pensamiento llevó al otro. Lo miré entre mi mano, gris, con tantos años atravesándole, y la bombilla plateada y vieja. Me acordé de mi abuela tomando de este mismo mate. Me pareció una locura, una locura increíble, entender que ella bebió del mismo mate quién sabe cuánto tiempo y que ahora no volvería a darle uso nadie más que yo.
Se murió la vieja, dije bajo, y fue como si todo se borrase y quedara solo yo en el comedor. Yo y yo, estábamos ahí. Todo es un poema. Sonreí apenas. Casi, casi todo lo era esa tarde. Un poema nostálgico, a veces, que cambiaba de forma. Un poema o un baile lento, una canción de fondo, difusa, y el sol clavándose en las cortinas verdes.
Volví a darle un sorbo. Se me chorreaba la transpiración por la frente. Cada vez que chupaba me venía un recuerdo. La imaginé de costado con sus labios secos envolviendo la bombilla y su rostro arrugado, tenía las patas de gallo pronunciadas y una mirada de desprecio que no pude imitar. No la definiría como una persona celestial, hacerlo me estruja el estómago. Ella era (busqué con esfuerzo alguna palabra) ella era bastante funcional. Fue hecha para eso, fue criada para eso, fue moldeada para eso. Casi nunca hablaba de su madre pero cuando la mencionaba era para expresar gratitud hacia ella por cómo le enseñó de chiquita a cuidar de la casa, cómo la preparó para la vida, etcétera, y cuando lo hacía la nariz se le ponía ligeramente roja, los ojos también.
Hace tres años que no se habla de ella en casa, era como un tema prohibido implícitamente, intuyo que en muchas familias pasa. Cuando nos juntábamos en aquel tiempo con los primos nos poníamos a recordarla a medias, decíamos una que otra cosa que nos hiciera reír. “La vieja era una desgraciada” y nos desinflábamos a las carcajadas. Su vacío, lleno ahora de las partes suyas que tenía cada uno para aportar, nos atiernaba la carne y al final nos desfiguraba la cara, acabábamos serios, algunos inexpresivos, otros absortos en la lejanía de su presencia. Ya no está, no está, lo pensábamos pero nadie decía nada.
Yo era un pichón cuando se fue aunque no pasó mucho tiempo. Ahora entiendo que para escribirla, forzosamente tengo que hacer uso reiterativo de la palabra tiempo. Y aunque pasó mucho cada día y casi nada con los años, su nombre sigue anudándome entre las costillas y en la garganta. El nudo también es un requisito porque al dejarnos atrás repartió en la familia (y en cada uno) una cuota de culpa que era una acompañante incómoda de llevar.
No merezco usar su mate. Me dije. Como no merecí su devoción y su cuidado, tampoco su ternura áspera.
Se me nubló la vista y me alejé de la mesa. Caminé vago por el comedor de su casa, por su pasillo, por su baño y me sentí ajeno, usurpador, blasfemo. No había fotos suyas, ¿por qué no las había? Aun así, percibí su mirada por algún huequito de la pared de alguna araña, o por las ranuras de la ventana, capaz ella es el viento arenoso que viene con agosto. Su ausencia era como un poema, pensé, un poema cada vez menos triste, pero repetitivo, como la canción que le piden tanto a Rafael el de la Radio.
Apoyé mi mano en el marco de la puerta que daba hacia la calle y entrecerré mis ojos besados por la luz del día, un mareo burbujeaba hasta la garganta y allí se rebalsaba. El temblor de mis piernas no cesaba, mis pies se hundían en el suelo cuando amagaba en correr afuera. Tal vez si no le hubiese echado agua natural al mate me habría quemado la lengua y me habría quedado en la realidad en lugar de evocarla. Tal vez así este sería un poema sobre cosas cotidianas, un mate en una buena tarde veraniega, un mantel con firuletes floreados, el ruido de los críos jugando afuera bajo el vapor. O tal vez era el momento, el tiempo, de traerla a mí, y temo, temo tanto que me halle así, miserablemente solo, desocupado, sombrío en la oscuridad de su casa. Temo que me encuentre y nuestro encuentro. Temo su mirada de desdeño, sus cejas decepcionándose de mí. Su recuerdo, que me recuerda la huella de las horas y la pausa. A esta pausa le temo.
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