Venero al monstruo que devora sus vicios, anhelo ser la sombra unidimensional de un gato que corre hacia su destierro, jadeo sobre mis propias heridas, me regocijo en mi sangre. ¿Qué me aleja de ser un mártir, que, extasiado luego de autoflagelarse, cree que ha sido tocado por la divinidad? Tal vez, me empuja el mismo deseo humano de ser completo y coherente con mis desperfectos. Mantengo una única deidad, el último lugar donde el placer y el dolor coexisten de forma legítima: el sexo. El único lenguaje que merece la pena salvar porque en el mundo mortal, cualquier tipo de comunicación es deshonesta. Estaba irrevocablemente convencida que no era prófuga de sus mandatos, sino que era yo la que desertaba de la vida mansa de los creyentes. No fue hasta que, al cerrar los ojos, encontré que dentro mío no había nadie más que mi propia soledad.
Después del clímax, en la orilla de la confrontación de lo inevitable, deambula la consciencia sobre la cadena perpetua de un cuerpo. A fin de evadir la sentencia frente a su reflejo, cae sobre las rodillas. La mirada arriconada, las manos rendidas ante la promesa del protocolo. La salvación. El castigo impuesto por sobre la honestidad en el agua. Debajo, respira latente una presencia omnipresente entre el demonio y el fanático religioso.
Es complejo, ¿no? Deslizar la vista por debajo de las capas que recubren quiénes somos y qué queremos. Naturalmente, cuando el ser humano se enfrenta a la dolorosa verdad de lo desconocido, busca refugiarse en lo que le es familiar. Los humanos no aprenden, solo acumulan pecados y malicias. Se trazan límites inalcanzables hasta que un día se rinden ante la convicción del malaventurado destino de su alma con tal de tocar una vez más eso que llaman placer. Y aún así duelan. El luto es necesario. No importa el tiempo ni las circunstancias, ni siquiera importa la tregua tácita a voces altas. ¡Debes dejar en paz a los muertos! De ellos no depende el viaje del luto, sino de ti mismo, ¿Qué tanto les quedaste debiendo? ¿Qué tanto estás dispuesto a perdonar? ¿Y cuánto hará falta para dejar ir?
La incoherencia de los opuestos, la danza eterna de las dicotomías, bajo la intervención de sus dioses, la divinidad de la mortalidad, el perdón y el arrepentimiento, el impulso, el dolor genuino que se esconde de la imagen y sus proyecciones, la nada y el todo, el hoy, la carne y el ánima no pueden morar en otro lugar que no sea en la inverosímil verdad de una mujer que se rehúsa a ser una categoría. Un humano. Porque los demonios no adolecen en el corazón de los heridos y los mártires no sucumben ante el pecado. Tienen un solo camino, un solo objetivo. Solo espero que me veas como un todo y no solo como el monstruo al que yo también, aún, le temo.
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