A María le gusta hablar sin pelos en la lengua y ser tonta cuando le conviene. Se alimenta del odio que la rodea. Es la travesti, el maricón del barrio, el rarito. Ponle los apodos que quieras, a ella no le importa, dice que son sus insignias y las va recolectando conforme pasa el tiempo.
A la vieja testaruda le encanta tocar mi cabello. “Voy a teñirlo de rubio ahora”, no pide permiso, sabe bien que la dejo hacer lo que le canta. Disfruto de sus charlas y consejos de vida baratos; ella fue la única que juró que la pasión, el amor y el deseo se albergaban en el culo para nosotros los desviados. Se autoproclamó mi madrina y dio la cara cuando le confesé a mi mamá que me gustaban los hombres. “Si te echan de tu casa, puedes quedarte conmigo, si te aceptan con un abrazo, puedes venir a contarme mientras finjo que me conmueve tu historia”. María es así. No puedo pensar en ella sin incluir los colores chillones, perfumes baratos y una risa escandalosa.
La vieja cumplió sesenta años. Y quién sabe, tal vez se me ocurra regresar a casa y meterme en su salón de belleza para presenciar su performance irreverente. Escuchar su voz.
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