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    Tregua para los que no sirven

    Mar 24, 2025

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    Tregua para los que no sirven
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    Acepto que estoy gordo. Pero no con la culpa de un tipo que confiesa una infidelidad, sino con la resignación de alguien que mira una pared despintada y piensa es lo que hay. La panza es un bicho que se acomodó bajo mi piel y ya ni protesta. Solo está ahí, inflando camisas que repito sin ganas.

    Z dice que parezco un saco de arroz abierto. Lo largó ayer, en la sala de espera del médico. Ahí donde el aire huele a cloro y derrota. Después me miró como si esperara que yo le discutiera. No lo hice. Nunca lo hago. Entonces me dijo inútil. Así, clarito. La palabra me cayó encima como un piano. No hizo falta que explotara. Solo remató algo que ya venía roto.

    Me sequé la cara con la manga de la campera, la misma de los últimos tres inviernos. Y pensé en O. Siempre me acuerdo de O cuando el mundo me escupe. Vivía en Zelarrayán, en un edificio sin portero. Primer piso. Persiana verde. Yo cruzaba de vereda solo para ver si estaba subida. Si lo estaba, significaba que ella andaba por ahí, del otro lado del vidrio, existiendo. Y eso alcanzaba.

    A veces, cuando vuelvo a la ciudad, miro para arriba. La persiana sigue ahí, pero baja. Es como visitar la tumba de alguien que no se murió.

    Mi familia me odia con buenos modales. No me lo dicen. No hace falta. Les basta con regalarme medias cada Navidad, como si los pies fueran lo único que vale la pena cubrir en mi cuerpo. Durante años les vendí un hijo que no era: buenas notas, discursos ensayados, la promesa de un futuro. Hasta que la universidad me escupió y dejé de hacer la cama. La sábana arrugada se convirtió en mi bandera. Ahora duermo en un nido de migas y deudas pendientes.

    Z dice que no sirvo para nada. Y yo la dejo decirlo, porque en el fondo no sé si tiene razón o si solo me acostumbré a escucharla. Hasta para llorar soy un desastre. Se supone que las lágrimas caen con dignidad. Las mías se pierden entre los pliegues de la papada.

    Cuando el espejo empezó a devolverme una cabeza con claros, me afeité del todo. Creí que así iba a ver algo nuevo en mi reflejo. Pero no. Sigo sin reconocerme.

    A veces pienso que mi cabeza es una ciudad bombardeada. Calles rotas, vidrieras vacías, edificios que ya no están. O es la nena que corre entre los escombros, esquivando lo que queda de mí. Y yo soy el intendente de esta ruina, firmando treguas con mis fantasmas.

    Anoche soñé que volvía a Zelarrayán. La persiana estaba subida. Y O me esperaba con una escoba en la mano, lista para barrer los cascotes de mi cerebro. Me desperté con gusto a ceniza. Z dormía al lado mío, ajena al tipo que acababa de cruzar una frontera.

    Ahora escribo esto en la cocina. Tengo los pantalones desabrochados y una mancha de café en la camisa. Mañana, tal vez, me afeite. O no. Tal vez solo camine hasta Zelarrayán, mire esa persiana baja y finja, por un rato, que hay alguien en algún lugar esperando que yo suba la mía.

    Giovanni Battista Manassero

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