TRASH

Invisible en esta ciudad llena de gente apurada, que siempre va a algún lugar, y siempre llega tarde. Van caminando con la mirada puesta en sus pantallas y los zapatos lustrados, pisoteando y ensuciando la vereda. Vereda llena de colillas, chicles y papeles plastificados. Allí me encuentro yo, echado, mientras el sol pega en mi frente y me entibia la piel. Piel que todas las noches resiste al frío de la calle. Noches de paseo, en las que cago tranquilo y busco mi plato de comida. 

A ver, ¿qué hay en mi alacena hoy? Es una caja de sorpresa, cualquier cosa puede tocarme y cualquier cosa va a ser suficiente para mí. A esta hora estoy a tiempo de conseguir algo rico. Todavía no pasaron los de acá a la vuelta y la señora de la esquina siempre deja algo calentito.

Me meto. Primera bolsa: cáscara de papa, hueso de pollo, servilletas usadas, colillas y algunos paquetes de cigarrillo. Esta es del pibe de acá enfrente. Cómo fuma, por Dios. De todas formas, no me sirve: ni un gramo de pollo le dejaron al hueso. Puf, andaba con hambre el pibe. Vamos con la siguiente. La abro y… ¡Puaj! Qué asco. Hace 3 años que hago esto y todavía no me acostumbro al olor a pescado podrido. Qué hijos de puta. Estos son los de la casa amarilla, sin ninguna duda. Siempre dejan que se les pudra todo. Que mala suerte, entre el frío, el hambre y el olor a podrido, hoy no me sale una. 

Bueno, la tercera es la vencida. A ver: cartón de leche vacío, yerba húmeda, cáscaras de huevo, algunas botellas de plástico y… epa, acá hay algo. Fideos fríos, con manteca y queso, mezclados con un poco de yerba. Un elixir. Hoy sale comida de humano..

—¡¡Chicho, venís ya para acá!! —me gritó Dora, mientras terminaba de revolver el tacho de al lado. Fui hacia ella moviendo la cola con cara de pobrecito para que no me rete. Dios mío, otra vez comida de perro. ¡No, por favor!.