Ese calorcito de verano que me hacía sonrojar la piel. El árbol de laurel me convidaba su sombra y su perfume. Los repasadores secaban en la soga, a cuadros, cosidos a mano, retazos del recuerdo de otras prendas. Me asomaba por la puerta de la cocina y el olor a tuco me invitaba a quedarme un ratito, a ver, cómo la nonna hacía la comida. En la mesada apoyaba, con una delicadeza y un amor especial, las albóndigas de carne recién hechas, una al lado de la otra. Tomaba mi mano y la colocaba sobre la suya, allí, una pequeña porción, que luego envolvería con su otra mano y la dejaría reposar a un lado, tan perfecta como las demás. La pasta amarilla casera, formaba hilos tan largos como la mesa. Ese ritual tan cálido y mágico, se repetiría algunos años más. Sabía que querría tomar otras pequeñas manos sobre las mías y cocinar recuerdos como los que yo vivía de niña.
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