Tuve un amor que fracasó porque di todo por sentado:
Ella, despampanante, en la barra de un bar que frecuentan los vencidos.
La bebida de la casa, el amargo cóctel de sueños fallidos.
Mis amigos dijeron “el no ya lo tenés” y así dí por sentado el no y todo lo demás.
Di por sentado los nervios de la caminata por el pasillo de expectativas
que llevaba al cadalso de egos que construían sus piernas,
siendo el reo con más anhelo de cumplir condena que jamás conoció la justicia
quien espiaba por debajo de la venda para contemplar la belleza de mi verduga.
Di por sentado el atropello de nuestros ojos, en ese cruce en rojo de miradas juguetonas
y entre el amarillo de los silencios incómodos
avanzaban con luz verde de las sonrisas sin bromas,
mientras que mostrando dientes que auguraban calaveras
acariciabamos las bocas de los vasos con anhelo de la boca ajena.
Di por sentadas las preguntas tediosas de entrevista protocolar
dónde sacas agua de las piedras para poder encontrar
ese libro, esa canción, ese tópico que te hace sentir que encontraste a tu alma gemela
y no solo a la satisfacción de tus depravados y bajos instintos.
Di por sentado el primer beso tímido tras el silencio entre nuestras respiraciones agitadas.
El inicio tímido de quién prueba el agua antes de zambullirse, pellizcos de labio sobre labio,
que sin avisos se convertían en un intento desesperado de devorarnos, hambrientos del otro
con el deseo de dañar en una pasión enfermiza de mordidas y arañazos.
Di por sentadas nuestras primeras citas donde trataba de llevarla a todas partes
paseos por museos previo a cenas de gala y mates lavados en un parque meado,
mezclando lujo y simpleza, el amor y la distancia, las formas y los deseos,
tratando que no haya lugar en Buenos Aires donde no pudiéramos hacernos felices.
Di por sentada nuestra primer pelea por motivos absurdos
(después de todo no es como si hubiera guerras con causa justa)
y llore tras dar por sentadas las banderas blancas que nos permitían absolvernos
en la cálida celebración de nuestro cese al fuego qué empujó la guerra fría en nuestras sábanas.
Di por sentado que yo moriría a los 70 años y que la dejaría sola, contra mi voluntad.
Si había algo que no podría perdonarme sería irme antes, dejándola con tanto dolor.
Después de amar tanto a alguien solo su felicidad se vuelve más preciada que tus anhelos.
Me negué rotundamente a enamorarla, no podía hacerle eso.
Después de “el no ya lo tenés” y pensar en el final de ese amor que palpitaba tras el sí,
guarde el corazón en su caja de concreto, bajo doble cerrojo y con la huella impresa de sus ojos.
Me acerque a la barra a su lado, sin mirarla, y para ahogar el dulce sabor del amor que perdimos
le pedí al cantinero el amargo cóctel de los sueños fallidos. Para dos.

Guido Boggio Marzet
Argentino, quizá demasiado. Escribo poesía y otras cosas, a veces no se muy bien que la verdad, pero lo importante es participar.
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